Había cumplido cincuenta y uno un viernes de febrero, entre la desolación y el hastío. Cuando sopló la cerilla del enésimo cigarrillo del día se dijo a sí misma felicidades y su voz rebotó, como siempre, de la cocina al cuarto.
El sábado siguiente lo conoció.
No se parecía a su príncipe azul ni a ninguno de los tres amores anteriores de su vida.
Su mirada canalla se prendió en la suya en el mismo instante en que puso el pie en el autobús.
Al llegar a su parada vio de reojo cómo bajaba detrás de ella. Era ya de noche y en los charcos había falsos arco iris.
No se giró a pesar de oír cómo acompasaba sus pasos a los suyos. Ni se giró cuando dejó de oírlos mientras metía la llave en la cerradura. Empujó la puerta y, entonces sí, se apartó a un lado, franqueándole el paso.
Él solo tuvo que acercar su boca a la suya para darse cuenta de que podía hacer mil años que lo esperaba.
Subieron la escalera tanteándose como dos adolescentes inexpertos; tiernos y apasionados a la vez.
La casa los recibió y en ella se refugiaron como si huyeran del francotirador invisible que había hecho trizas sus corazones.
Cuando a la mañana siguiente se miró en el espejo, se descubrió una mirada melancólica y dulce, como aquella que nos queda en los últimos días de un verano gozoso.
En las sábanas arrugadas y tibias flotaba el cielo de sus ojos.
Lo encontró en la cocina trasteando torpemente entre mermelada y café. Le pareció tan natural como si hubiera estado allí cada mañana.
Se mudó por la tarde. Lo único que trajo fueron dos maletas, una máquina de escribir de color naranja y una vieja guitarra.
Encontró su sitio en el sofá, su lado en la cama y su hueco en el armario.
Ella no contó nada en la oficina pero algo notaron porque su andar se hizo más firme y pareció crecer varios centímetros. Y a su paso, la miraban aquellos que nunca se fijaron en ella: había adquirido, por fin, el aplomo de las mujeres que se saben queridas.
Los días eran ansia y las noches, batallas que ganaban los dos.
No hablaban de reglas ni de normas, ni hacían números, ni se presentaban amigos, ni cuadraban las tareas de la casa.
A ella no le preocupaba su pasado ni a él su futuro.
A veces encontraba la mesa puesta y un ramito de flores en cualquier parte de la sala. Otras veces lo veía mirar absorto por la ventana y lo dejaba tranquilo hasta que un suspiro lo sacaba del trance y, de nuevo, volvía a ser el hombre que la envolvía en su mirada.
No tenía más planes en su vida que despertarse cada mañana y oírlo tararear viejos boleros.
Su único objetivo era llegar al día siguiente y, al salir del sueño pegajoso, ver su cara muy cerca de la suya.
Un día encontró un corazón dibujado en el vaho del espejo.
No se llevó la guitarra ni la máquina naranja, ni tres camisas que quedaron colgadas al sol de la mañana.
Ha cambiado de trabajo y de ruta pero cada semana encuentra un hueco para subir a la línea diecisiete y buscar unos ojos azules que, extraviados, no deben encontrar el camino de regreso a casa.
El sábado siguiente lo conoció.
No se parecía a su príncipe azul ni a ninguno de los tres amores anteriores de su vida.
Su mirada canalla se prendió en la suya en el mismo instante en que puso el pie en el autobús.
Al llegar a su parada vio de reojo cómo bajaba detrás de ella. Era ya de noche y en los charcos había falsos arco iris.
No se giró a pesar de oír cómo acompasaba sus pasos a los suyos. Ni se giró cuando dejó de oírlos mientras metía la llave en la cerradura. Empujó la puerta y, entonces sí, se apartó a un lado, franqueándole el paso.
Él solo tuvo que acercar su boca a la suya para darse cuenta de que podía hacer mil años que lo esperaba.
Subieron la escalera tanteándose como dos adolescentes inexpertos; tiernos y apasionados a la vez.
La casa los recibió y en ella se refugiaron como si huyeran del francotirador invisible que había hecho trizas sus corazones.
Cuando a la mañana siguiente se miró en el espejo, se descubrió una mirada melancólica y dulce, como aquella que nos queda en los últimos días de un verano gozoso.
En las sábanas arrugadas y tibias flotaba el cielo de sus ojos.
Lo encontró en la cocina trasteando torpemente entre mermelada y café. Le pareció tan natural como si hubiera estado allí cada mañana.
Se mudó por la tarde. Lo único que trajo fueron dos maletas, una máquina de escribir de color naranja y una vieja guitarra.
Encontró su sitio en el sofá, su lado en la cama y su hueco en el armario.
Ella no contó nada en la oficina pero algo notaron porque su andar se hizo más firme y pareció crecer varios centímetros. Y a su paso, la miraban aquellos que nunca se fijaron en ella: había adquirido, por fin, el aplomo de las mujeres que se saben queridas.
Los días eran ansia y las noches, batallas que ganaban los dos.
No hablaban de reglas ni de normas, ni hacían números, ni se presentaban amigos, ni cuadraban las tareas de la casa.
A ella no le preocupaba su pasado ni a él su futuro.
A veces encontraba la mesa puesta y un ramito de flores en cualquier parte de la sala. Otras veces lo veía mirar absorto por la ventana y lo dejaba tranquilo hasta que un suspiro lo sacaba del trance y, de nuevo, volvía a ser el hombre que la envolvía en su mirada.
No tenía más planes en su vida que despertarse cada mañana y oírlo tararear viejos boleros.
Su único objetivo era llegar al día siguiente y, al salir del sueño pegajoso, ver su cara muy cerca de la suya.
Un día encontró un corazón dibujado en el vaho del espejo.
No se llevó la guitarra ni la máquina naranja, ni tres camisas que quedaron colgadas al sol de la mañana.
Ha cambiado de trabajo y de ruta pero cada semana encuentra un hueco para subir a la línea diecisiete y buscar unos ojos azules que, extraviados, no deben encontrar el camino de regreso a casa.
Sabias q me iba a gustar,verdad???
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