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Mostrando entradas de diciembre, 2013

Cada día tiene su afán

En los días cercanos a la Navidad de 1998 vamos todos en el coche familiar camino del pueblo. Mi marido, conduciendo. En la parte de atrás mis dos hijos varones: uno con cinco años y el otro con 21 meses. Todos durmiendo menos el conductor, claro. Deben ser las tres o las cuatro de la madrugada. Ya hemos entrado en Andalucía. Circulamos por la A-92, a la altura de Bailén, quizá. Los detalles se me han borrado. La autovía está casi desierta. Noche cerrada. Despierto y me acurruco debajo de la manta. Hace un poco de frío porque la calefacción no está puesta para evitar la somnolencia de quien conduce. Pienso en que faltan unas horas para reencontrarnos con la familia. Están todos deseando vernos, sobre todo a los niños. Vuelvo la cabeza. Están plácidamente dormidos, cada uno en su sillita. Respiran acompasadamente, seguros, soñando quizá con todo lo que llevamos hablando desde hace semanas. Sus boquitas entreabiertas. Sus largas pestañas descansando en las mejillas. Sus manitas

¡Oh, Libertad!, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!

Esta mujer, ya eternamente joven, que nos mira desde la historia es Madame Roland. Nada sabríamos de ella si no fuera por su decidida participación en la Revolución Francesa y su triste fin (el de ella y el de la Revolución). Alentó la causa revolucionaria hasta que, junto a su marido, cayeron en desgracia por criticar los excesos que se estaban cometiendo. EL 8 de noviembre de 1793 fue guillotinada y, antes de colocar su cabeza en el cepo, se inclinó ante la estatua de arcilla de la Libertad situada en la Plaza de la Revolución (actual Place de la Concorde) y pronunció -¡qué presencia de ánimo a punto de perder la cabeza!- esa ya famosa frase que encabeza esta entrada: "¡Oh, Libertad!, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!" Y tan cierta es esa afirmación como que allí se acabó su vida y empezó su leyenda. Y nos viene a la memoria casi dos siglos y cuarto después porque el nombre de la Libertad se sigue invocando en vano. Se hace, con demasiada frecuencia, por i

Yo confío.

Porque es más fácil y más grato. Porque nos conforta. Yo confío porque creo todavía en la buena gente. Yo confío en que vendrán tiempos mejores. Porque nos hace dormir de un tirón. Porque nos provoca sonrisas y alivia dolores. Yo confío en que pueda aferrarme siempre a una mano querida. Yo confío en que me llegará un abrazo cuando más lo necesito. Yo confío en que habrá soluciones para el problema más terrible. Confío en quien me ama y en quien dice que me ama. Confío en los que me sonríen y en los que se escudan en el silencio. Yo confío por mí y por mi futuro. Confío porque me asusta el recelo, la distancia, la inseguridad. Confío en sanar las heridas, en difuminar las cicatrices, en llegar a la paz. Porque el corazón se apacigua en la confianza, el pulso se aquieta, la respiración se acompasa. Porque confiando me defiendo de los fantasmas, me libro de los temores, acallo las dudas. Confío contra viento y marea. Confío un martes cuando el lunes he caído. Confío par