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Mostrando entradas de noviembre, 2016

En Cantareros, ocho.

En Cantareros, ocho. Una casa pequeña, encalada. Una reja sobresalida, en el primer piso, por donde salió al mundo mi primer grito. En el zaguán fresco del mes de mayo despide mi padre a la comadrona. Hasta el año que viene , dice Lucía, acostumbrada a visitar a menudo a las familias. Yo me quedo acomodada al lado de mi madre. Aún no sé en qué parte del mundo me ha sido dado nacer. Cómo se llama mi pueblo, los habitantes que tiene, de qué vive su gente. Aún no sé que una sierra lo cobija y que están construyendo un monstruo que contiene las aguas. Cuando salga a mi calle –corta, llanita, una rareza entre las cuestas empedradas que la rodean- veré un cielo azul y geranios acomodados en aros en las puertas. Veré, quizá, la puerta de la ermita, y a las vecinas que dan la enhorabuena. Se paran a mirarme y mi madre retira la toquilla. Del migajón de la morcilla , dice una, porque soy morenita aceituna. Y llora mi madre cuando llega a casa de la suya porque mi

Los hombres del campo

Nacen los hombres del campo con los ojos en la cara. Ni la teoría de la evolución ha podido explicar este terrible fallo de la naturaleza pues su mirada solo tiene camino hacia los cielos. Acostumbran a su nuca los hombres del campo a torcerse hacia arriba -la gorra, el sombrero de palma, la mascota en difícil equilibrio vertical- pues la herencia, obstinada, insiste en negarles aquello que más necesitan. Escrutan los hombres del campo las nubes. Conocen sus formas y el color que las tiñe: les gustan grávidas, preñadas, con paso indolente y cansado; les gustan demorándose entre las sierras, escogiendo perezosas las tierras agraciadas con su fértil lotería. Los hombres del campo nacen sencillos y por eso, una nube oscura, arrastrándose, y el polvo salpicado del camino les alegran los días. Son capaces los hombres del campo de oler el agua. El vientecillo que se mece entre los olivos es tema de tertulia y de casino: huele a chubasco, a llovizna, a chispeo, a aguac