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Mostrando entradas de septiembre, 2013

La vida acelerada

Con cada final de verano siento que la vida se acelera. La luz de septiembre me pone tan melancólica que añoro todos y cada uno de los veranos de mi vida. Incluso aquellos que creí tiempos oscuros. Los de la niñez son tan luminosos... Sin aristas, sin sombras. Pura alegría. Acabar la escuela, viajar al pueblo, dormir hasta tarde, pasar los días con un bañador y unas chanclas; las albercas, los descubrimientos como la procesión de hormigas cargando con el trigo o el misterio de las centralitas telefónicas o las gallinas que se quedan inmóviles cuando las ponen bocabajo. Dar un estirón y seguir pesando lo mismo. Que te den besos de pueblo, que suenan y resuenan. Disfrutar allí donde los adultos sufren: en la parada eterna de un tren, en la aglomeración de la playa, con las visitas, haciendo maletas... Creer que todos los veranos serán iguales. Que reirás con las mismas ganas y con las mismas gentes. Que podrás decir lo que hoy no has dicho o podrás hacer aquello a lo que hoy

Vidas que nunca viviré: fotógrafa de fama mundial

Yo haría grandes exposiciones con un título atrayente. Por ejemplo: "Manos que trabajan". Sería una serie de fotografías en las que aparecerían primeros planos de manos enfrascadas en alguna actividad. Manos de albañil colocando primorosamente filas de ladrillos. Manos de juez dando con el mazo. Manos de escritor posadas delicadamente en el teclado de un ordenador. Manos de bombero aferradas dramáticamente a la manguera. Se expondrían en las más reputadas galerías de París, Nueva york y Londres. Después del éxito clamoroso recorrerían, itinerantes, ciudades más discretas, de países en vías de desarrollo, como Madrid, Barcelona o Río de Janeiro. Mientras el éxito recompensaba mi arte yo ya estaría enfrascada en nuevos proyectos. Por ejemplo: "Los pies en la tierra". Ahí se recogerían imágenes de los pies de un recolector de cacao peligrosamente cerca de su herramienta de trabajo; de los pies de un niño churretoso encima de un vertedero con el contrapunto d

El inspector que ordeñaba vacas (II)

Como lo prometido es deuda, me he leído  "El inspector que ordeñaba vacas" y aquí van mis opiniones. Antes que nada espero que esta entrada no llegue a las manos del autor puesto que, siendo como es poli, no me gustaría a mí tener problemas con la ley y menos con un representante de la ley tan rotundo como éste. A lo que vamos. La historia está contada en dos lugares y momentos: cuando el inspector (porque el protagonista es poli, como el autor) está en Barcelona metido en una truculenta investigación con corrupción de menores por medio y dos años después, en Brasil, dedicado a la vida de granjero. Cualquier lector, por poco leído que sea, sabe que las historias que se cuentan desde dos momentos diferentes tienen que mantener una tensión adecuada y en esta novela esto no ocurre: se ve demasiado claramente que todo acabó bien y que el protagonista es feliz cual perdiz con su amada (¡ay, que he destripado una parte!). La historia es muy planita, poco creíble, con unos

Qué sería de mí sin mí

Creemos depender de aquello que nos rodea: lo que conseguimos, las personas que nos aguantan o que nos apoyan, los éxitos, las cosas materiales... Creemos que nuestra felicidad, o sencillamente nuestra tranquilidad, depende de lo que el día nos depara. Avanzamos por la vida convencidos de que el alcanzar las metas que nos fijamos nos hará dichosos. Nos ponemos plazos para ser felices: cuando sea independiente, cuando mis hijos crezcan, cuando me jubile... Quemamos etapas con el anhelo de llegar a la siguiente, a aquella que nos proporcionará -¡por fin!- el ansiado estado de armonía. La Felicidad, con mayúscula. Está en el poder, está en el dinero, está en la salud, está en los míos, está... Y llega un momento, más tarde o más temprano, en el que los golpes de la vida te obligan a parar, a replantearte las cosas y a decidir que el valor que sacas después de las caídas, la fuerza que sacas después de los fracasos, el empuje después de las desilusiones, la energía después de las tri

El inspector que ordeñaba vacas (I)

Este hombretón que vemos en la fotografía se llama Luis J. Esteban Lezáun. Nos ha mantenido pegados al televisor durante muchas tardes. Primero el año pasado y ahora este verano. Con esta pinta de bruto que tiene y, de repente, descubrimos que tiene más músculo en la cabeza que en los brazos, que ya es decir. Lo mismo sabía que el adjetivo o participio cuyo fin principal no es determinar o especificar el nombre, sino caracterizarlo es un epíteto o que lo que no se puede eludir o excusar es inexcusable o que la situación o momento de apogeo de una cosa es el zenit o que la intranquilidad por algo que molesta o que no acaba de llegar es la inquietud. Que sí, que eso lo sabe mucha gente, pero que te venga a la cabeza a una velocidad endiablada y lo dispares como si lo estuvieras leyendo... eso ya no es tan común. He entrado en un foro que comenta su último programa en agosto y me ha sorprendido ver que los comentarios, en su mayoría, son destructores: que si no era un caballero,

Alonsenfandelapatrí

Cuatro años en EGB (5º, 6º, 7º y 8º), cuatro años en el instituto (1º, 2º, 3º de BUP y COU) y un año más en la Universidad (1º de Magisterio). Nueve años de mi vida estudiando francés a razón de unos nueve meses al año y tres horas por semana. Que digo yo que debería tener un nivelazo. Un poquito oxidado, pero nivelazo. Con esa disposición optimista me he encaminado esta tarde a hacer una prueba de nivel en la Escuela Oficial de Idiomas. La prueba escrita... pasable. Lo peor ha sido la prueba oral. Cuando me he visto a solas con un profesor que de repente ha empezado a hablar a una velocidad endiablada en francés -o a mí me lo parecía- el corazón me ha empezado a latir en la boca, el estómago se me ha puesto del revés, sudores fríos me recorrían el cuerpo...: un conjunto de síntomas próximo al ataque cardíaco. Creo que no he hilvanado ni tres palabras seguidas. El pobre hombre doblaba la hojita de papel en la que estaba anotando sus impresiones sobre mi soltura lingüística. Le a

Ondiñas veñen

Este es el aspecto que presentaba el primer domingo de septiembre "nuestra" cala. A escala Benidorm, desierta. A mi escala, abarrotada. Es curioso cómo señores que darían un respingo si entras en el ascensor y te pones demasiado cerca de ellos no tienen reparo en poner su culo a veinte centímetros de tu cara. Se pierde el encanto playero cuando, abriendo un ojito desde tu toalla, puedes ver, en todo su esplendor, pelillos, barrillos, espinillas, poros y otras cosas indescriptibles. Que no tengo yo nada contra los que se amontonan en la arena pero que a  mí me da repelús el abarrotamiento playero. Culpa tuya, diréis, por ir un domingo a la playa. Y lo asumo. Pero, ¿quién podía resistirse a empezar un mes nostálgico por definición con un bañito en el Mediterráneo? Yo, no. Todos los veranos son especiales aunque se vaya a los mismos sitios y se hagan las mismas cosas. A ello contribuye el mar, ese sonido de olas que te devuelve una paz interior perdida en los avatares d