En Cantareros, ocho.
Una casa pequeña, encalada.
Una reja sobresalida, en el primer piso, por
donde salió al mundo mi primer grito.
En el zaguán fresco del mes de mayo despide
mi padre a la comadrona.
Hasta
el año que viene, dice Lucía, acostumbrada a visitar a menudo a las
familias.
Yo me quedo acomodada al lado de mi madre.
Aún no sé en qué parte del mundo me ha sido
dado nacer.
Cómo se llama mi pueblo, los habitantes que
tiene, de qué vive su gente.
Aún no sé que una sierra lo cobija y que
están construyendo un monstruo que contiene las aguas.
Cuando salga a mi calle –corta, llanita,
una rareza entre las cuestas empedradas que la rodean- veré un cielo azul y
geranios acomodados en aros en las puertas.
Veré, quizá, la puerta de la ermita, y a
las vecinas que dan la enhorabuena.
Se paran a mirarme y mi madre retira la
toquilla.
Del
migajón de la morcilla, dice una, porque soy morenita aceituna.
Y llora mi madre cuando llega a casa de la
suya porque mi tiempo es aún el de las mujeres blancas que rehúyen el sol.
Me acomodan en un moisés de princesa porque
hay que tener la esperanza
de que la vida te tratará como a tal y en
mi casa la tienen.
El aire de la primavera ya es cálido
cuando, en junio, me cristianan y me llaman Ana por mi abuela y María por nacer
en mayo.
A la salida, mi padrino echa pelones desde
las escaleras de la iglesia –que no se
muera la niña por ser engurruñíos- y los niños se pelean por coger la
perras gordas que ruedan paseo abajo.
En el primer verano, locos por alguien tan poquita cosa, me llevan y me traen a la zapatería de mi padre; mi tito me despierta
cuando llega de mañaná solo porque mi sonrisa le llene el día.
En la casa, mi abuela me mece
incansablemente y mi padre me trae de Antequera zapatos de charol.
De la máquina de coser salen vestidos
diminutos, sacados de figurines que hojean las mujeres de la casa.
De Cantareros a San Antonio, idas y venidas
por las calles de un pueblo todavía blanco.
Mujeres fregando sillas de enea en las
puertas.
Mujeres con un pañuelo en la cabeza,
escobino en mano.
Puestos de melones.
La feria.
Inviernos cerca del brasero y la mesa
estufa.
Y tres años perfectos después, un tren
interminable que, como el tren de las canciones desencantadas, siempre va hacia
el norte.
Imagen: fotografía compartida en el grupo de Cuevas de San Marcos. Desconozco la autoría o la propiedad.
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