Nacen los hombres del campo con los ojos en la cara.
Ni la teoría de la evolución ha podido explicar este terrible fallo de la naturaleza pues su mirada solo tiene camino hacia los cielos.
Acostumbran a su nuca los hombres del campo a torcerse hacia arriba -la gorra, el sombrero de palma, la mascota en difícil equilibrio vertical- pues la herencia, obstinada, insiste en negarles aquello que más necesitan.
Escrutan los hombres del campo las nubes. Conocen sus formas y el color que las tiñe:
les gustan grávidas, preñadas, con paso indolente y cansado;
les gustan demorándose entre las sierras, escogiendo perezosas las tierras agraciadas con su fértil lotería.
Los hombres del campo nacen sencillos y por eso, una nube oscura, arrastrándose, y el polvo salpicado del camino les alegran los días.
Son capaces los hombres del campo de oler el agua. El vientecillo que se mece entre los olivos es tema de tertulia y de casino: huele a chubasco, a llovizna, a chispeo, a aguacero, a agua temporal...
Los hombres del campo -reacios, a veces, a la iglesia- se acomodan entre las mujeres cuando sacan los santos y los acompañan calle arriba con la fe intacta de los que tanto dependen de los milagros.
Son los hombres del campo intemporales. Con arados romanos o avistando los campos desde tractores son su padre, su abuelo; los hombres que les precedieron y los hombres que les seguirán.
No se arrugan los hombres del campo: se convierten en surco, en besana, en linde, en era, en balate. Se transforman sus caras y sus manos y renacen, si mueren, en el rumor del aire.
Nacen los hombres del campo con los ojos en la cara. Y aún así, cuando los abren en las penumbras de la madrugada, saben ver si las nubes escogieron su pueblo.
Benditos por siempre los hombres del campo.
Imagen: nubes de lluvia sobre el pantano de Iznájar.
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