Hoy es el primer día en el cual he pasado frío después de más de un mes de otoño sofocante.
Todos teníamos ganas de dejar atrás el calor. Éste había pasado de tema de ascensor a tema omnipresente: en el trabajo, en casa, cuando llegábamos de la calle, al salir en tirantes, al poner en pleno octubre el aire acondicionado...
Ese calorcito esperado por el que suspiramos cuando ya abril va quedando atrás; ese calorcito que nos pone bocarriba bajo el sol, vuelta y vuelta; ese calorcito que nos recuerda que estamos vivos y hemos superado otro invierno... se ha llegado a hacer pesado e insoportable. Un huésped muy deseado que se hace indeseable cuando alarga su estancia.
Y aquí tenemos la lluvia, el fresco, el aire en la cara, la piel erizada y la promesa de que este invierno va a ser largo, largo.
Así que nos preparamos para un nuevo paisaje: árboles descarnados, bufandas, charcos en el suelo, rachas de viento impertinente, sol tibio y tímido, castañas, espumillones, papanoeles absurdos trepando por los balcones, antifaces y de nuevo... la vuelta a las flores, a la tibieza del aire y a la huida intempestiva hacia las playas.
Es el ciclo de las estaciones que nos hace avanzar -o retroceder, según se mire- en la vida. Nos ilusionan los cambios. Los esperamos y los disfrutamos. Nos cansamos y añoramos lo que tuvimos. Cambiamos armarios, renovamos vestuario, ponemos la casa a juego con nuestro espíritu. Somos seres inconstantes, tornadizos, volubles, infieles por naturaleza a lo que una vez quisimos tanto.
Así que bienvenido, por fin, el otoño. Con sus colores y sus hojas quebradizas. Bienvenidas las castañas, los boniatos, las luces de Navidad del mes de noviembre.
Rodemos en esta rueda y disfrutemos de la variedad, del cambio y del reencuentro con lo ya vivido.
(Imagen: adictamente.blogspot.com)
Todos teníamos ganas de dejar atrás el calor. Éste había pasado de tema de ascensor a tema omnipresente: en el trabajo, en casa, cuando llegábamos de la calle, al salir en tirantes, al poner en pleno octubre el aire acondicionado...
Ese calorcito esperado por el que suspiramos cuando ya abril va quedando atrás; ese calorcito que nos pone bocarriba bajo el sol, vuelta y vuelta; ese calorcito que nos recuerda que estamos vivos y hemos superado otro invierno... se ha llegado a hacer pesado e insoportable. Un huésped muy deseado que se hace indeseable cuando alarga su estancia.
Y aquí tenemos la lluvia, el fresco, el aire en la cara, la piel erizada y la promesa de que este invierno va a ser largo, largo.
Así que nos preparamos para un nuevo paisaje: árboles descarnados, bufandas, charcos en el suelo, rachas de viento impertinente, sol tibio y tímido, castañas, espumillones, papanoeles absurdos trepando por los balcones, antifaces y de nuevo... la vuelta a las flores, a la tibieza del aire y a la huida intempestiva hacia las playas.
Es el ciclo de las estaciones que nos hace avanzar -o retroceder, según se mire- en la vida. Nos ilusionan los cambios. Los esperamos y los disfrutamos. Nos cansamos y añoramos lo que tuvimos. Cambiamos armarios, renovamos vestuario, ponemos la casa a juego con nuestro espíritu. Somos seres inconstantes, tornadizos, volubles, infieles por naturaleza a lo que una vez quisimos tanto.
Así que bienvenido, por fin, el otoño. Con sus colores y sus hojas quebradizas. Bienvenidas las castañas, los boniatos, las luces de Navidad del mes de noviembre.
Rodemos en esta rueda y disfrutemos de la variedad, del cambio y del reencuentro con lo ya vivido.
(Imagen: adictamente.blogspot.com)
Bienvenido sea. ¡Con qué ganas hemos recibido la lluvia, hartos de ver el otoño sólo en el Corte Inglés!
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