Bailaría en un tablao de una de las más escondidas calles.
Cuando los últimos visitantes abandonaran sus sillas apartaría la cortina y la vida se concentraría en mis brazos y en mis manos y en mis caderas.
A veces llegarían hombres de negro, con gafas negras, con negras intenciones y mirarían por todos lados y hablarían con su solapa y darían el visto bueno.
Y después entraría alguien importante que querría acabar la noche a mi lado.
Pero yo desaparecería con el alba, después de desgarrar el aire con mi falda. Sin explicaciones. Sin ataduras.
Muchas cosas se dirían de mí. Pero nunca delante de mí. Ni los cantaores, ni los guitarristas que me acompañaban en las negras noches se atreverían a contar lo que oyen.
Unos dirían que por respeto. Otros sabrían que por miedo. A una mujer con una navaja en la liga no es bueno tenerla en contra.
Con las monjitas del convento de la Merced se estaría criando un niño con mis ojos pero con el pelo rubio como el sol. Le habrán dicho que su padre se perdió en un naufragio, cerca de la costa de Cuba, y que su madre murió en el parto, sin poderlo conocer.
Dirían las vecinas que le guardaban un regalo para cuando creciera. Que su padre habría reunido entonces el valor para ir en su busca y devolverlo al mundo que se merece. Que habrá renunciado a los brazos de mujer pero no a los besos de un hijo.
Dirían tantas cosas por su piel canela y sus rizos de oro...
Quintero, León y Quiroga habrían hecho una copla contando una historia que me enciende las entrañas. Nadie la cantaría estando yo cerca. Pero las voces que salen de la radio -esa vocecilla nasal tan sobrevalorada de la Piquer- taladran las tardes en el Sacromonte.
Moriría joven -del aguardiente, del marrasquino, de la pena, de la rabia, del coraje, de la impotencia, de los silencios- de unas fiebres mal curadas.
Me enterrarían acompañada de los gitanos y los castellanos que más me querían. De los hombres que rechacé y envuelta en el cante. Encima de la caja, mi mantón. Bordado para mi boda y encerrado en el arca hasta entonces.
La noche de mi entierro el tablao abriría como siempre. El gitano de la voz más honda cantaría una petenera -que trae mal fario y casi nunca se canta- y buscaría entre la gente unos ojos verdes demasiado conocidos y demasiado cobardes.
Y ya está.
Imagen: www.fotolog.com
Cuando los últimos visitantes abandonaran sus sillas apartaría la cortina y la vida se concentraría en mis brazos y en mis manos y en mis caderas.
A veces llegarían hombres de negro, con gafas negras, con negras intenciones y mirarían por todos lados y hablarían con su solapa y darían el visto bueno.
Y después entraría alguien importante que querría acabar la noche a mi lado.
Pero yo desaparecería con el alba, después de desgarrar el aire con mi falda. Sin explicaciones. Sin ataduras.
Muchas cosas se dirían de mí. Pero nunca delante de mí. Ni los cantaores, ni los guitarristas que me acompañaban en las negras noches se atreverían a contar lo que oyen.
Unos dirían que por respeto. Otros sabrían que por miedo. A una mujer con una navaja en la liga no es bueno tenerla en contra.
Con las monjitas del convento de la Merced se estaría criando un niño con mis ojos pero con el pelo rubio como el sol. Le habrán dicho que su padre se perdió en un naufragio, cerca de la costa de Cuba, y que su madre murió en el parto, sin poderlo conocer.
Dirían las vecinas que le guardaban un regalo para cuando creciera. Que su padre habría reunido entonces el valor para ir en su busca y devolverlo al mundo que se merece. Que habrá renunciado a los brazos de mujer pero no a los besos de un hijo.
Dirían tantas cosas por su piel canela y sus rizos de oro...
Quintero, León y Quiroga habrían hecho una copla contando una historia que me enciende las entrañas. Nadie la cantaría estando yo cerca. Pero las voces que salen de la radio -esa vocecilla nasal tan sobrevalorada de la Piquer- taladran las tardes en el Sacromonte.
Moriría joven -del aguardiente, del marrasquino, de la pena, de la rabia, del coraje, de la impotencia, de los silencios- de unas fiebres mal curadas.
Me enterrarían acompañada de los gitanos y los castellanos que más me querían. De los hombres que rechacé y envuelta en el cante. Encima de la caja, mi mantón. Bordado para mi boda y encerrado en el arca hasta entonces.
La noche de mi entierro el tablao abriría como siempre. El gitano de la voz más honda cantaría una petenera -que trae mal fario y casi nunca se canta- y buscaría entre la gente unos ojos verdes demasiado conocidos y demasiado cobardes.
Y ya está.
Imagen: www.fotolog.com
Ozú, qué imaginación la tuya. Vida bohemia a la par que triste.
ResponderEliminarÉsta no te la aconsejo. Mejor de fotógrafa.
Besos.
La imaginación al poder.
ResponderEliminarUn abrazo.