He leído Platero y yo. Y lo he leído con el asombro de descubrir que era la primera vez.
Porque este es un libro que casi todo el mundo cree haber leído. Han sido tantos los dictados tomados en las tardes plácidas de escuela que empezaban Platero es pequeño, peludo, suave... que pensamos, sin querer mentirnos, que Platero... es una lectura ya hecha y olvidada.
Lo vi en una visita a una librería, con el reclamo de celebrarse el centenario de su publicación, 1914, y lo compré por el gusto de tener un bello libro -con deliciosas ilustraciones de Thomas Doeherty- en casa.
Pero cuando lo abrí y pasé de los primeros párrafos comprendí que si hubiera leído alguna vez algo tan bello nunca podría haberlo olvidado.
El libro me atrapó entre sus páginas y, en el insomnio de una noche, me ganó para siempre.
Si yo hubiera podido ser poeta quizá serían estas páginas las que querría haber escrito. Convertir una mariposa, una flor, las casas, los niños, un árbol, una fuente... en belleza completa. Usar las palabras con la levedad y el tino de un abrazo a tiempo. Desgranar, sin metáforas incomprensibles, la pureza de la poesía. Todo eso habría querido hacer yo si hubiera sido poeta.
Como no lo soy, me conformo con el gozo de una lectura como esta.
Si sabéis que hay cosas y momentos que os dejan sin palabras, no por extraordinarios, sino por sublimes en su simplicidad, sois de los míos. Si no encontráis cómo decir lo que vuestro corazón siente ante su contemplación, sois de los míos. Y os invito a que, sin más demora, corráis a disfrutar de la vida hecha poesía, de la poesía hecha vida.
Están ya aquí, Platero, las golondrinas y apenas se las oye, como otros años, cuando el primer día de llegar lo saludan y lo corretean todo, charlando sin tregua en su rizado gorjeo. Le contaban a las flores lo que habían visto en África, sus dos viajes por el mar, echadas en el agua, con el ala por vela, o en las jarcias de los barcos; de otros ocasos, de otras auroras, de otras noches con estrellas...
Siempre que volvíamos por la calle de San José, estaba el niño tonto a la puerta de su casa, sentado en su sillita, mirando el pasar de los otros. Era uno de esos pobres niños a quienes no llega nunca el don de la palabra ni el regalo de la gracia; niño alegre él y triste de ver; todo para su madre, nada para los demás.
Tú, Platero, no has subido nunca a la azotea. No puedes saber qué honda respiración ensancha el pecho, cuando al salir a ella de la escalerilla oscura de madera, se siente uno quemado en el sol pleno del día, anegado de azul como al lado mismo del cielo, ciego del blancor de la cal, con la que, como sabes, se da al suelo de ladrillo para que venga limpia al aljibe el agua de las nubes.
Te he dicho, Platero, que el alma de Moguer es el vino, ¿verdad? No; el alma de Moguer es el pan. Moguer es igual que un pan de trigo, blanco por dentro, como el migajón, y dorado en torno -¡oh sol moreno!- como la blanda corteza.
¡Qué pura, Platero, y qué bella esta flor del camino! Pasan a su lado todos los tropeles -los toros, las cabras, los potros, los hombres-, y ella, tan tierna y tan débil, sigue enhiesta, malva y fina, en su vallado solo, sin contaminarse de impureza alguna.
¡Los gorriones! (...) Viajan sin dinero y sin maletas; mudan de casa cuando se les antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y solo tienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes, ni de sábados; se bañan en todas partes, a cada momento; aman el amor sin nombre, la amada universal.
¡Qué de hojas han caído la noche pasada, Platero! Parece que los árboles han dado una vuelta y tienen la copa en el suelo y en el cielo las raíces, en un anhelo de sembrarse en él.
Todo está ya dicho.
Porque este es un libro que casi todo el mundo cree haber leído. Han sido tantos los dictados tomados en las tardes plácidas de escuela que empezaban Platero es pequeño, peludo, suave... que pensamos, sin querer mentirnos, que Platero... es una lectura ya hecha y olvidada.
Lo vi en una visita a una librería, con el reclamo de celebrarse el centenario de su publicación, 1914, y lo compré por el gusto de tener un bello libro -con deliciosas ilustraciones de Thomas Doeherty- en casa.
Pero cuando lo abrí y pasé de los primeros párrafos comprendí que si hubiera leído alguna vez algo tan bello nunca podría haberlo olvidado.
El libro me atrapó entre sus páginas y, en el insomnio de una noche, me ganó para siempre.
Si yo hubiera podido ser poeta quizá serían estas páginas las que querría haber escrito. Convertir una mariposa, una flor, las casas, los niños, un árbol, una fuente... en belleza completa. Usar las palabras con la levedad y el tino de un abrazo a tiempo. Desgranar, sin metáforas incomprensibles, la pureza de la poesía. Todo eso habría querido hacer yo si hubiera sido poeta.
Como no lo soy, me conformo con el gozo de una lectura como esta.
Si sabéis que hay cosas y momentos que os dejan sin palabras, no por extraordinarios, sino por sublimes en su simplicidad, sois de los míos. Si no encontráis cómo decir lo que vuestro corazón siente ante su contemplación, sois de los míos. Y os invito a que, sin más demora, corráis a disfrutar de la vida hecha poesía, de la poesía hecha vida.
Están ya aquí, Platero, las golondrinas y apenas se las oye, como otros años, cuando el primer día de llegar lo saludan y lo corretean todo, charlando sin tregua en su rizado gorjeo. Le contaban a las flores lo que habían visto en África, sus dos viajes por el mar, echadas en el agua, con el ala por vela, o en las jarcias de los barcos; de otros ocasos, de otras auroras, de otras noches con estrellas...
Siempre que volvíamos por la calle de San José, estaba el niño tonto a la puerta de su casa, sentado en su sillita, mirando el pasar de los otros. Era uno de esos pobres niños a quienes no llega nunca el don de la palabra ni el regalo de la gracia; niño alegre él y triste de ver; todo para su madre, nada para los demás.
Tú, Platero, no has subido nunca a la azotea. No puedes saber qué honda respiración ensancha el pecho, cuando al salir a ella de la escalerilla oscura de madera, se siente uno quemado en el sol pleno del día, anegado de azul como al lado mismo del cielo, ciego del blancor de la cal, con la que, como sabes, se da al suelo de ladrillo para que venga limpia al aljibe el agua de las nubes.
Te he dicho, Platero, que el alma de Moguer es el vino, ¿verdad? No; el alma de Moguer es el pan. Moguer es igual que un pan de trigo, blanco por dentro, como el migajón, y dorado en torno -¡oh sol moreno!- como la blanda corteza.
¡Qué pura, Platero, y qué bella esta flor del camino! Pasan a su lado todos los tropeles -los toros, las cabras, los potros, los hombres-, y ella, tan tierna y tan débil, sigue enhiesta, malva y fina, en su vallado solo, sin contaminarse de impureza alguna.
¡Los gorriones! (...) Viajan sin dinero y sin maletas; mudan de casa cuando se les antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y solo tienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes, ni de sábados; se bañan en todas partes, a cada momento; aman el amor sin nombre, la amada universal.
¡Qué de hojas han caído la noche pasada, Platero! Parece que los árboles han dado una vuelta y tienen la copa en el suelo y en el cielo las raíces, en un anhelo de sembrarse en él.
Todo está ya dicho.
Leyendo tu entrada en una sombra de la Plaza del Marques.Contigo a mi vera.
ResponderEliminarRodeados de alusiones a nuestros descubridores,que no conquistadores.
Qué bello, yonomellamojavier.
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