La funcionaria -o la pseudo funcionaria aspirante a serlo- se sentó a la mesa con la solemnidad que su tarea requería.
Había sido llamada -en tiempos convulsos- a velar por el triunfo y la resurrección de la patria. En sus manos estaban las armas y el poder. En el futuro la esperaba la gloria.
Preparó sus arreos con la minuciosidad del guerrero afilando su espada; con el cuidado del soldado engrasando su fusil.
Dispuso frente a ella el teléfono, la lista de nombres y el bolígrafo.
Inspiró y expiró unos instantes, con los ojos cerrados, meditando sobre el sagrado deber que debía acometer.
Puso el dedo en el último nombre señalado y marcó el teléfono.
Al otro lado de la línea descolgaron y una voz de mujer respondió. Con una última inspiración se lanzó a desgranar su discurso inflamado.
Pero no era bueno que la pasión se notara a las primeras de cambio y, tal como le habían enseñado, usó una voz pausada para presentarse. Le habló, con mal disimulada adoración, del fundador -triste y recientemente fallecido al que seguramente su interlocutora conocería-. La rabia, controlada y escondida, la sacudió cuando la oyó decir que no sabía de quién se trataba.
A duras penas pudo seguir adelante. Pero un guerrero que espera el triunfo sabe contener las emociones. Así, le habló de la opresión, de la injusticia, del pie que aplasta, de la mano que ahoga y de la necesidad de unirse a la causa para salir del pozo en que la historia tenía a su pueblo sumido. Tenía un mal presagio porque el corazón le decía que había topado con un tibio o, mucho peor, con un desafecto.
Escuchó con los ojos cerrados y el ansia en la boca las razones que aquella desconocida con nombre y apellidos le daba, los argumentos con los que rebatía sus quejas. Más templada que nunca le dio las gracias por su atención y colgó muy, muy suavemente.
La tinta roja del bolígrafo se deslizó sobre el papel. No le tembló la mano porque los fines, tal como aprendió, justifican los medios. Las causas exigen los sacrificios.
Era una luminosa tarde de abril. En otra luminosa tarde de abril de un año después, cuando un país entero se sumió en las tinieblas, aquellas palabras, escritas en rojo al lado de un nombre, serían tan rotundas como la sentencia de un juez.
Y se acabó. Es solo un cuento. De momento.
Había sido llamada -en tiempos convulsos- a velar por el triunfo y la resurrección de la patria. En sus manos estaban las armas y el poder. En el futuro la esperaba la gloria.
Preparó sus arreos con la minuciosidad del guerrero afilando su espada; con el cuidado del soldado engrasando su fusil.
Dispuso frente a ella el teléfono, la lista de nombres y el bolígrafo.
Inspiró y expiró unos instantes, con los ojos cerrados, meditando sobre el sagrado deber que debía acometer.
Puso el dedo en el último nombre señalado y marcó el teléfono.
Al otro lado de la línea descolgaron y una voz de mujer respondió. Con una última inspiración se lanzó a desgranar su discurso inflamado.
Pero no era bueno que la pasión se notara a las primeras de cambio y, tal como le habían enseñado, usó una voz pausada para presentarse. Le habló, con mal disimulada adoración, del fundador -triste y recientemente fallecido al que seguramente su interlocutora conocería-. La rabia, controlada y escondida, la sacudió cuando la oyó decir que no sabía de quién se trataba.
A duras penas pudo seguir adelante. Pero un guerrero que espera el triunfo sabe contener las emociones. Así, le habló de la opresión, de la injusticia, del pie que aplasta, de la mano que ahoga y de la necesidad de unirse a la causa para salir del pozo en que la historia tenía a su pueblo sumido. Tenía un mal presagio porque el corazón le decía que había topado con un tibio o, mucho peor, con un desafecto.
Escuchó con los ojos cerrados y el ansia en la boca las razones que aquella desconocida con nombre y apellidos le daba, los argumentos con los que rebatía sus quejas. Más templada que nunca le dio las gracias por su atención y colgó muy, muy suavemente.
La tinta roja del bolígrafo se deslizó sobre el papel. No le tembló la mano porque los fines, tal como aprendió, justifican los medios. Las causas exigen los sacrificios.
Era una luminosa tarde de abril. En otra luminosa tarde de abril de un año después, cuando un país entero se sumió en las tinieblas, aquellas palabras, escritas en rojo al lado de un nombre, serían tan rotundas como la sentencia de un juez.
Y se acabó. Es solo un cuento. De momento.
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