Tumbada en la terraza al sol, ya implacable, de junio oigo zumbar una mosca veraniega atraída por mi piel.
Nada hay más molesto en el indolente verano que esos pequeños insectos, insistentes y tenaces, que zumban a nuestro alrededor.
Sin embargo, quizá porque, recién salida del melancólico invierno, me siento a gusto bajo el sol, esta mosca y su zumbido me traen los mejores recuerdos.
Hasta mí llega todo lo que otros veranos llenó mi mundo.
Los tomates, carnosos, salpicados con sal gorda por mi abuela. El chirrido del trillo en la era. Los campanillos de los mulos volviendo al mediodía hacia casa. El rezumado fresco del botijo. El tacto áspero y duro de las crines del Sevillano.
El perfume del jazmín al atardecer. Los cacharritos de jugar en el patio de mi mamá Anica. Las piedras recién regadas de la calle. La cal de la peana reverberando al sol. La butaca balanceándose en el fresco de la noche.
El silencio espeso de la siesta. El tañido de las campanas llamando a misa. El olor del cine de verano, rodeado de huertos. Las voces de los niños. El chillido de las golondrinas. El verdor inmaculado de la alberca y el tacto del limo en su fondo. El río, vadeando mi cuerpo infantil estirado en su lecho.
La gota de leche venenosa resbalando en la adelfa del vado. El paseo, lleno de niños y jóvenes y viejos, de ilusiones de verano.
El pilar, salpicando el agua fresca al llenar los cántaros. El jabón casero y su olor prendido en mi ropa. El barreño de zinc calentándose al sol. Las sillas de enea. El sonido de la máquina de coser de mi abuela. El crespón de los lutos.
Los gatos, independientes y silenciosos, saltando de la ventana al pajar. El gazpacho y la tinaja de la matanza. Las arcas llenas de secretos. El traqueteo de un tren infinito corriendo hacia el sur.
Y las voces. Las voces que me llamaban desde el quicio de la puerta: para comer, para vestirme, para acostarme... Las voces queridas cuyo timbre he olvidado pero que me acompañan para siempre.
Bendita mosca.
Imagen: fotografía familiar. Un verano de los años sesenta.
Nada hay más molesto en el indolente verano que esos pequeños insectos, insistentes y tenaces, que zumban a nuestro alrededor.
Sin embargo, quizá porque, recién salida del melancólico invierno, me siento a gusto bajo el sol, esta mosca y su zumbido me traen los mejores recuerdos.
Hasta mí llega todo lo que otros veranos llenó mi mundo.
Los tomates, carnosos, salpicados con sal gorda por mi abuela. El chirrido del trillo en la era. Los campanillos de los mulos volviendo al mediodía hacia casa. El rezumado fresco del botijo. El tacto áspero y duro de las crines del Sevillano.
El perfume del jazmín al atardecer. Los cacharritos de jugar en el patio de mi mamá Anica. Las piedras recién regadas de la calle. La cal de la peana reverberando al sol. La butaca balanceándose en el fresco de la noche.
El silencio espeso de la siesta. El tañido de las campanas llamando a misa. El olor del cine de verano, rodeado de huertos. Las voces de los niños. El chillido de las golondrinas. El verdor inmaculado de la alberca y el tacto del limo en su fondo. El río, vadeando mi cuerpo infantil estirado en su lecho.
La gota de leche venenosa resbalando en la adelfa del vado. El paseo, lleno de niños y jóvenes y viejos, de ilusiones de verano.
El pilar, salpicando el agua fresca al llenar los cántaros. El jabón casero y su olor prendido en mi ropa. El barreño de zinc calentándose al sol. Las sillas de enea. El sonido de la máquina de coser de mi abuela. El crespón de los lutos.
Los gatos, independientes y silenciosos, saltando de la ventana al pajar. El gazpacho y la tinaja de la matanza. Las arcas llenas de secretos. El traqueteo de un tren infinito corriendo hacia el sur.
Y las voces. Las voces que me llamaban desde el quicio de la puerta: para comer, para vestirme, para acostarme... Las voces queridas cuyo timbre he olvidado pero que me acompañan para siempre.
Bendita mosca.
Imagen: fotografía familiar. Un verano de los años sesenta.
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