La memoria tiene una aséptica definición en el diccionario -facultad psíquica por medio de la cual se retiene y recuerda el pasado- y un complicado mecanismo que se escapa al entendimiento.
Creemos que habrá cosas que nunca se borrarán de la memoria, cosas indelebles que acudirán a nuestro encuentro en el momento en que queramos recordarlas. Creemos que habrá cosas desterradas para siempre, que olvidaremos a nuestro antojo y voluntad.
Creemos que evocamos los hechos, las personas, los olores, los sitios... con la perfección con la que una fotografía describe el paisaje, la luz y las sombras.
Y, sin embargo, cuando confrontamos nuestros recuerdos con los de aquellos que los vivieron a nuestro lado descubrimos que con frecuencia no coinciden y, más a menudo de lo que quisiéramos, son contradictorios. Aparecen y desaparecen protagonistas y momentos. Las palabras se desvanecen o se cambian; vuelan y, al caer, ya son otras.
Hay tantas cosas que he olvidado que me espanta estar perdiendo parte de mi vida.
La infancia y la adolescencia se han convertido en fogonazos a veces claros y a veces cegadores. Los que me acompañaron son dueños de recuerdos que escaparon de mi mente y que he de dar por buenos aún sabiendo que su memoria es tan traidora como la mía.
La juventud, que ya pasó y se llevó con ella tantas querencias, apenas tiene algo más de consistencia. Las fotografías me evocan situaciones que a menudo recuerdo como historias incompletas.
Instalada -demasiado, ay- en la madurez fío a los diarios, los blogs, los vídeos y las imágenes lo que mi memoria necesitará para fijar instantes y gentes que, si ahora son la masa de la vida, mañana serán pasado y poco más que eso.
Así que ha llegado el momento de intercambiar, más que nunca, lo que sé con lo que sabes. Yo te doy un recuerdo y tú me dices qué hay de cierto en lo que evoco.
Anhelo y atesoro las largas conversaciones con amigos de la infancia, con la familia que me queda y que es dueña de lo que yo perdí.
Lloro doblemente por las pérdidas irreparables: por ellos y por la parte de mí que con ellos muere.
Ha llegado la hora de repasar álbumes y de recontarnos lo vivido y de apuntalar lo que nuestra memoria tiene -tan revuelto- y lo que no sabe que tiene y lo que tiene pero que nos hurta.
Y ha llegado también el momento del olvido. No solo de lo duro sino de lo que se hace duro porque nunca ha de volver.
Mi memoria -y la tuya-, que vertebra la vida y le da sentido, que me hace la que soy, es un pequeño pájaro que aletea por su cuenta, que se posa y alza el vuelo a su criterio, que no se doblega ante la necesidad ni ante la súplica, que late y me quita, y me da, que -libre y poderosa- juega a su antojo con lo vivido y deja unas migajas con las que conformarme.
Imagen: fotografía personal. Plaza de Catalunya. Años 60.
Creemos que habrá cosas que nunca se borrarán de la memoria, cosas indelebles que acudirán a nuestro encuentro en el momento en que queramos recordarlas. Creemos que habrá cosas desterradas para siempre, que olvidaremos a nuestro antojo y voluntad.
Creemos que evocamos los hechos, las personas, los olores, los sitios... con la perfección con la que una fotografía describe el paisaje, la luz y las sombras.
Y, sin embargo, cuando confrontamos nuestros recuerdos con los de aquellos que los vivieron a nuestro lado descubrimos que con frecuencia no coinciden y, más a menudo de lo que quisiéramos, son contradictorios. Aparecen y desaparecen protagonistas y momentos. Las palabras se desvanecen o se cambian; vuelan y, al caer, ya son otras.
Hay tantas cosas que he olvidado que me espanta estar perdiendo parte de mi vida.
La infancia y la adolescencia se han convertido en fogonazos a veces claros y a veces cegadores. Los que me acompañaron son dueños de recuerdos que escaparon de mi mente y que he de dar por buenos aún sabiendo que su memoria es tan traidora como la mía.
La juventud, que ya pasó y se llevó con ella tantas querencias, apenas tiene algo más de consistencia. Las fotografías me evocan situaciones que a menudo recuerdo como historias incompletas.
Instalada -demasiado, ay- en la madurez fío a los diarios, los blogs, los vídeos y las imágenes lo que mi memoria necesitará para fijar instantes y gentes que, si ahora son la masa de la vida, mañana serán pasado y poco más que eso.
Así que ha llegado el momento de intercambiar, más que nunca, lo que sé con lo que sabes. Yo te doy un recuerdo y tú me dices qué hay de cierto en lo que evoco.
Anhelo y atesoro las largas conversaciones con amigos de la infancia, con la familia que me queda y que es dueña de lo que yo perdí.
Lloro doblemente por las pérdidas irreparables: por ellos y por la parte de mí que con ellos muere.
Ha llegado la hora de repasar álbumes y de recontarnos lo vivido y de apuntalar lo que nuestra memoria tiene -tan revuelto- y lo que no sabe que tiene y lo que tiene pero que nos hurta.
Y ha llegado también el momento del olvido. No solo de lo duro sino de lo que se hace duro porque nunca ha de volver.
Mi memoria -y la tuya-, que vertebra la vida y le da sentido, que me hace la que soy, es un pequeño pájaro que aletea por su cuenta, que se posa y alza el vuelo a su criterio, que no se doblega ante la necesidad ni ante la súplica, que late y me quita, y me da, que -libre y poderosa- juega a su antojo con lo vivido y deja unas migajas con las que conformarme.
Imagen: fotografía personal. Plaza de Catalunya. Años 60.
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