Septiembre a la vuelta de la esquina.
A pesar del calor, esa luz tiene el toque inconfundible del regreso.
Ya en casa, la ropa a los cajones, las maletas en su sitio, el repaso del correo, la compra interminable...
El verano es ya el pasado; el tren que arrancó mientras, distraída, remoloneaba en el andén.
Las siestas sin reloj, las confidencias nocturnas, los bailes en la calle, el agua abrazándote para salvarte del bochorno, la pereza colocada en el altar que se merece, el tiempo perdido en encontrarnos... Todo lo vemos ahora en la distancia.
Acabado lo que parecía inacabable vemos ya menos morena nuestra piel y un malestar indefinible se instala con nosotros en las vísperas de la rutina y los horarios, en el inicio verdadero de un nuevo año.
Echamos mano de los gestos cotidianos que llenarán el invierno y encendemos el televisor mientras nos sentimos un poco más desgraciados y un poco más tristes.
Y entonces los vemos: asfixiados en camiones de inocente apariencia, enganchados a alambradas, perseguidos por policías solo un poco menos miserables que ellos, flotando -libres ya por fin- en barcos fletados por duros de corazón... Desechos humanos para la equivocada Europa que dilucida cuál será la altura necesaria del muro que los contenga.
Comparamos su deriva marinera con la nuestra en la orilla de la playa; sus ojos perdidos en el vacío con los nuestros bebiéndose amables paisajes; sus niños -estremecidos y llorosos- con los nuestros, emberrenchinados por un helado de menos; sus ilusiones sin destino con la arena que pasábamos entre nuestros dedos; su vida con la nuestra; su muerte con nuestro regreso...
Y septiembre recobra la luz de la vida. Y nos sentimos mezquinos y pequeños. Y lloramos. Y les deseamos la desgracia en la que nos creíamos sumidos: un septiembre como el nuestro, una desgracia como la que -afortunados- acarreamos con el fin de este agosto.
Imagen: fotografía personal.La Juncosa del Montmell. 29 de agosto.
A pesar del calor, esa luz tiene el toque inconfundible del regreso.
Ya en casa, la ropa a los cajones, las maletas en su sitio, el repaso del correo, la compra interminable...
El verano es ya el pasado; el tren que arrancó mientras, distraída, remoloneaba en el andén.
Las siestas sin reloj, las confidencias nocturnas, los bailes en la calle, el agua abrazándote para salvarte del bochorno, la pereza colocada en el altar que se merece, el tiempo perdido en encontrarnos... Todo lo vemos ahora en la distancia.
Acabado lo que parecía inacabable vemos ya menos morena nuestra piel y un malestar indefinible se instala con nosotros en las vísperas de la rutina y los horarios, en el inicio verdadero de un nuevo año.
Echamos mano de los gestos cotidianos que llenarán el invierno y encendemos el televisor mientras nos sentimos un poco más desgraciados y un poco más tristes.
Y entonces los vemos: asfixiados en camiones de inocente apariencia, enganchados a alambradas, perseguidos por policías solo un poco menos miserables que ellos, flotando -libres ya por fin- en barcos fletados por duros de corazón... Desechos humanos para la equivocada Europa que dilucida cuál será la altura necesaria del muro que los contenga.
Comparamos su deriva marinera con la nuestra en la orilla de la playa; sus ojos perdidos en el vacío con los nuestros bebiéndose amables paisajes; sus niños -estremecidos y llorosos- con los nuestros, emberrenchinados por un helado de menos; sus ilusiones sin destino con la arena que pasábamos entre nuestros dedos; su vida con la nuestra; su muerte con nuestro regreso...
Y septiembre recobra la luz de la vida. Y nos sentimos mezquinos y pequeños. Y lloramos. Y les deseamos la desgracia en la que nos creíamos sumidos: un septiembre como el nuestro, una desgracia como la que -afortunados- acarreamos con el fin de este agosto.
Imagen: fotografía personal.La Juncosa del Montmell. 29 de agosto.
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