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Quien tiene un río tiene un tesoro

A despecho de lo que digan que dijo Heráclito, el río en el que entramos en nuestra infancia siempre será para nosotros el mismo río.

En nuestra piel se quedó su caricia; sus aguas se prendaron de nuestro reflejo, lo atraparon para siempre y lo acunan en su lecho para que no dejemos de ser quienes fuimos.

Si callamos un momento, si paramos la algarabía cotidiana que nos aturde y nos hace correr desaforados para conseguir quién sabe qué, oímos entre los álamos y los tarajes su llamada milenaria. Nos susurra palabras tiernas con la voz de los que nos quisieron; nos devuelve las risas que le dimos; nos promete, nos seduce, nos alienta...


Yo tengo un río así. No hay rincón ni paisaje paradisíaco que pueda conmoverme tanto como él lo hace.
El Torbiscal, la barca, las tres adelfas, el puente, las charcas...
El Genil subiendo y bajando al ritmo que le marcaba la presa de Iznájar.
"El río está echao, que sueltan el río..."
Y mis oídos infantiles, al conjuro de esa frase, transformaban el río en un ser vivo que se levantaba imponente y arrasaba con furia las orillas.
Era oírla y correr con la fuerza de mis pocos años, mirando hacia atrás desde el remanso, con el corazón acelerado de miedo y de curiosidad por ver -solo una vez, por lo menos, pedía con fervor- esa transformación mágica que aceleraba el final del baño y la merienda.

Cada verano, cuando vuelvo al pueblo, bajo a verlo como los peregrinos van a ver a sus santos.
Y como una liturgia ancestral camino hacia el verdor de su espejo; me descalzo y entro en él como para purificarme del terrible destino de haber crecido sin darme cuenta.


Imágenes: fotografías personales. Años 60 y 70. Agosto de 2012, 2013 y 2015.

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