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El corazón pone barreras para sobrevivir.

A raíz de los terribles atentados del viernes en París las redes sociales han tenido mucho que decir, como siempre, y comentarios indignados por esto o por aquello se han cruzado entre conocidos y desconocidos.

Uno de los más polémicos ha sido si eran éticos nuestro dolor y nuestra repulsa cuando continuamente se producen atentados en el mundo donde mueren inocentes que no han cometido más delito que encontrarse en el sitio equivocado en el momento inadecuado.
Mueren en situaciones cotidianas: en mercados, colas, oficinas... Mueren mujeres, hombres y niños. Todos los días. Llenan un pequeño espacio en las noticias y apenas levantamos la vista de la cena para atender a los detalles.

Incendiados comentarios e indignados internautas nos recuerdan que existen Siria y Líbano y Afganistán y que no solo los ciudadanos occidentales se quedan sin hijos, sin padres, sin amigos...
Después de leerlos dejamos de sentirnos víctimas y pasamos casi, casi, al lado de los culpables por llorar unas muertes y pasar otras por alto.

Pero quizá quien hace esas reflexiones, lógicas por otra parte, no se ha parado a escuchar a su corazón.
El corazón, como símbolo del guardián de los sentimientos, debe poner barreras que preserven su fragilidad. No puede cargar con el dolor de las muertes infinitas que se suceden día a día en el mundo.

Así, lloramos desconsoladamente a nuestros seres queridos, se nos encoge el corazón ante la muerte de conocidos y vecinos, nos golpea en el pecho la desgracia acaecida a aquellos cuyas vidas se parecen a las nuestras. Sentimos que pudimos estar en el lugar de quien vive una vida similar, recorre unos caminos parecidos y tiene mucho en común con nuestra historia.
Y, como las ondas concéntricas que provoca una piedra lanzada al agua, cuanto más se aleja nuestro recorrido vital de aquellos que mueren, menos conmovidos nos sentimos y más fácilmente olvidamos.

Es un mecanismo de supervivencia y así debemos aceptarlo, en el convencimiento de que ni somos monstruos ni desalmados ni mala gente. Ningún corazón humano puede llorar con la misma intensidad la muerte de todos sus semejantes y así debe ser para que el mundo siga y ruede y podamos rehacer nuestras vidas heridas.
Sabemos, doloridos, que quien alegremente celebra la vida en un restaurante de París y encuentra una muerte absurda e inútil vale lo mismo que aquel que, callejeando en un mercado de Beirut, acaba destrozado sin saber el porqué.
Pero nuestro corazón sabe lo que nos conviene. Sabe que tiene que seguir latiendo y que no puede paralizarse perpetuamente porque perpetua es la violencia en el mundo.

Es más, ser más sensibles a unas muertes que a otras y experimentar más dolor según estamos más o menos implicados es una señal de buena salud emocional y de ser humanos con todos los errores que eso conlleva.
Aquellos que pertenecen a sectas, por ejemplo, o que se encuentran en un estado mental enajenado, igualan con un mismo rasero a toda la humanidad y presumiendo de amor, los rebajan a todos a una sensible indiferencia que les impide el amor y, en consecuencia, el dolor verdadero.

No nos sintamos tan culpables por conmovernos más o menos, por clamar y llorar con más o menos fuerza y por tener un corazón que, humano y frágil, intenta sobrevivir.

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