Me he levantado temprano pero, aún así, el cielo ya estaba teñido de colores.
El sol se levanta entre terrazas y antenas. No descubre en su salida montes ni ríos; playas ni campos. No ilumina senderos ni bosques. No señala el camino de solitarios paseantes. Enciende el asfalto. Acompaña el ajetreo y el ruido. Sorprende el trabajo, el bullicio y la prisa.
En la esquina del mercado, en el andén del metro, en cualquiera de sus calles, mi ciudad se despereza apresurada, como siempre.
Mi ciudad es una piña, un girasol, una mazorca, una colmena, un racimo... donde el roce no hace el cariño.
No hay resquicios ni espacios entre cuerpos. Un camarote de los Marx inmenso, más atestado que nunca.
Mi ciudad son doscientas sesenta mil personas -quizá algunas almas menos- recolocándose en doce quilómetros cuadrados.
Mi ciudad revienta por las costuras de la vida mientras oye hablar cien lenguas y vibrar mil músicas.
Mi ciudad es un cruce de caminos. Mi ciudad es una patera que llevó a la orilla primero a los rubios gallegos y los morenos andaluces y ahora a los rubios rumanos y los morenos paquis.
Se crece ante la adversidad. Prefiere los caminos difíciles. No se conforma con ser ciudad. Quiere ser casa, refugio. Quiere seguir siendo mestiza. Desconfía de la pureza. Ama la batalla.
Prefiere la lucha. Resurge de la crisis. Clama por sus hijos y por los hijos de otras tierras.
Acepta ser madre y ser madrastra de aquellos que nunca renegarán de la suya.
Ocupa un primer puesto y un segundo, un tercero... el puesto que cada corazón quiera otorgarle.
Mi ciudad es una mujer con mala fama a quien nadie conoce más que los que la aman. La absuelven de sus pecados. Y son acogidos en su seno.
Mi ciudad me perdona que la engañe con otro.
Imagen: fotografía personal. Amanecer desde mi terraza.
El sol se levanta entre terrazas y antenas. No descubre en su salida montes ni ríos; playas ni campos. No ilumina senderos ni bosques. No señala el camino de solitarios paseantes. Enciende el asfalto. Acompaña el ajetreo y el ruido. Sorprende el trabajo, el bullicio y la prisa.
En la esquina del mercado, en el andén del metro, en cualquiera de sus calles, mi ciudad se despereza apresurada, como siempre.
Mi ciudad es una piña, un girasol, una mazorca, una colmena, un racimo... donde el roce no hace el cariño.
No hay resquicios ni espacios entre cuerpos. Un camarote de los Marx inmenso, más atestado que nunca.
Mi ciudad son doscientas sesenta mil personas -quizá algunas almas menos- recolocándose en doce quilómetros cuadrados.
Mi ciudad revienta por las costuras de la vida mientras oye hablar cien lenguas y vibrar mil músicas.
Mi ciudad es un cruce de caminos. Mi ciudad es una patera que llevó a la orilla primero a los rubios gallegos y los morenos andaluces y ahora a los rubios rumanos y los morenos paquis.
Se crece ante la adversidad. Prefiere los caminos difíciles. No se conforma con ser ciudad. Quiere ser casa, refugio. Quiere seguir siendo mestiza. Desconfía de la pureza. Ama la batalla.
Prefiere la lucha. Resurge de la crisis. Clama por sus hijos y por los hijos de otras tierras.
Acepta ser madre y ser madrastra de aquellos que nunca renegarán de la suya.
Ocupa un primer puesto y un segundo, un tercero... el puesto que cada corazón quiera otorgarle.
Mi ciudad es una mujer con mala fama a quien nadie conoce más que los que la aman. La absuelven de sus pecados. Y son acogidos en su seno.
Mi ciudad me perdona que la engañe con otro.
Imagen: fotografía personal. Amanecer desde mi terraza.
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