Como soy persona de vísperas, estos siempre han sido para mí los mejores momentos del año.
Esas primeras noches de un verano recién estrenado en las cuales, a pesar de estar trabajando, ya no importa el madrugar, ni el agobio de los últimos días, ni las tareas que se acumulan para cerrar un año académico y empezar otro.
A estas horas de la casi madrugada, cuando otras veces doy vueltas, desasosegada, mientras el tic tac del despertador me pone nerviosa, hoy, sin embargo, me acodo en la terraza y respiro el aire tibio que tanto promete.
Apenas pasa algún coche y el ruido, que durante el día es dueño y señor de la avenida, ha retrocedido dejando sonidos que ya son solo ecos de la actividad diurna.
Pasa un joven paseando un perro y el ascua de su cigarrillo brilla en la acera en penumbra.
Pasa un ciclista, tan desubicado a esta hora pero mucho más seguro.
Un taxi, con la luz de libre, para en el semáforo.
Reggaeton a todo trapo desde un coche lleno de jóvenes, quizá ya demasiado cargados de zumosol tan temprano.
Un coche de policía, con su numeración gigante pintada en el techo, se detiene unos momentos en la rotonda. Se oye, entrecortada, la radio carraspeante dando información a sus ocupantes.
Antes de entrar, me pongo filósofa de secano y me pregunto si no es este uno de esos momentos de los que está hecha la masa de la felicidad. Una masa en la que se van a asentar los viajes, los reencuentros, las risas, el ocio, los amigos, los paisajes, el agua, la luz...
Un verano de pecados que son virtudes, de molicie -palabra que invita a tostarse bajo el sol- y de vida.
Imagen: Fotografía personal. La calle desde mi terraza. 22 de junio.
Esas primeras noches de un verano recién estrenado en las cuales, a pesar de estar trabajando, ya no importa el madrugar, ni el agobio de los últimos días, ni las tareas que se acumulan para cerrar un año académico y empezar otro.
A estas horas de la casi madrugada, cuando otras veces doy vueltas, desasosegada, mientras el tic tac del despertador me pone nerviosa, hoy, sin embargo, me acodo en la terraza y respiro el aire tibio que tanto promete.
Apenas pasa algún coche y el ruido, que durante el día es dueño y señor de la avenida, ha retrocedido dejando sonidos que ya son solo ecos de la actividad diurna.
Pasa un joven paseando un perro y el ascua de su cigarrillo brilla en la acera en penumbra.
Pasa un ciclista, tan desubicado a esta hora pero mucho más seguro.
Un taxi, con la luz de libre, para en el semáforo.
Reggaeton a todo trapo desde un coche lleno de jóvenes, quizá ya demasiado cargados de zumosol tan temprano.
Un coche de policía, con su numeración gigante pintada en el techo, se detiene unos momentos en la rotonda. Se oye, entrecortada, la radio carraspeante dando información a sus ocupantes.
Antes de entrar, me pongo filósofa de secano y me pregunto si no es este uno de esos momentos de los que está hecha la masa de la felicidad. Una masa en la que se van a asentar los viajes, los reencuentros, las risas, el ocio, los amigos, los paisajes, el agua, la luz...
Un verano de pecados que son virtudes, de molicie -palabra que invita a tostarse bajo el sol- y de vida.
Imagen: Fotografía personal. La calle desde mi terraza. 22 de junio.
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