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Cromos que me faltan

La otra mañana, hojeando La Vanguardia, me encontré con una columna en la que se le daba vueltas a un tema que es objeto de muchas opiniones y controversia.
El asunto en cuestión es si vivimos los actos, los viajes, los acontecimientos... o hemos perdido el placer de su disfrute en presente para trasladarlo, en una pirueta temporal, al momento en el que mostramos las fotos a los demás y a nosotros mismos.

Contra ese comportamiento habitual de echar fotos sin medida (ay, el carrete famoso que nos obligaba a seleccionar qué foto tomar) y compartirlas, en presencia o por las redes sociales, se alzan muchas voces, algunas airadísimas.
Que desatendemos la vida que está pasando a nuestro lado. Que cambiamos el disfrute de ahora por, como se dice en esta columna, el disfrute del futuro. Que buscamos encuadres, sonrisas, ángulos... y descuidamos el trato, la mirada, el roce. Que hacemos de nuestra vida una película en la que somos actores, directores, guionistas, figurantes... Que nos perdemos todo en el afán de atesorarlo.

A mí, que fotografío, comparto, enseño, repaso, me chirrían esos argumentos. Son los argumentos del miedo al futuro y al cambio. Los argumentos contra el ferrocarril, contra las vacunas, contra la liberación femenina, contra Internet, contra la tele, contra la educación, contra el voto. Los argumentos contra lo que le da la vuelta a la vida conocida.

Si yo pudiera hacer algo sobre el tema sería volver atrás y llenar mis álbumes, y compartirlos con vosotros, de instantáneas que me faltan y que ya nunca existirán. Porque, como un álbum incompleto, me faltan cromos y quizá, algún día, mi memoria no se bastará para recordarlos.

Cromos que falti:
- Mi madre dándome de comer en la galería, metida en la pila de lavar, un sábado de junio lleno de luz.
- Las manos de mi abuela haciéndome las trenzas en el pasillo del Sevillano mientras por la ventanilla pasan olivares interminables.
- Mi tito y yo dando vueltas en el trillo con el polvo de la era flotando en el aire.
- Mi abuelo Gonzalo atándole la jáquima al mulo, con una colilla, más ceniza que papel, colgándole en los labios.
- Mis piernas infantiles colgando, aún a un palmo del suelo, en las sillas azules del cine de verano.
- Mis amigas y yo, cogidas del brazo, en medio de un Paseo repleto de juventud.
- El momento en el que tiraba la pelota, sin mucha suerte como siempre,  a la canasta de baloncesto.
- Mi amiga Dori, Abolafia, que se fue tan joven, en el instante de levantar el mostrador de su tienda.
- Una reunión, animada y bulliciosa, de jóvenes y no tanto, en la puerta de la Eugenia de los zapatos.
- Mi madre inclinada sobre la máquina de las bobinas con el transistor al lado.
- Yo, sonriente, el día en que fui a recoger mis primeras gafas; parapetada del diluvio en un paraguas de hombre.
- Los vestidos que me cosía mi abuela: el de las regiones, el de margaritas, el de la capita de piqué...
- Yo, sorprendida y asombrada junto a mi primo Nicolás, en medio de la autopista en construcción.
- Mi primo Silverio y yo, bañándonos en la alberca de los Maquileos.
- Y lugares y sitios: mi casa de la calle Miguel Romeu, la habitación donde nací, la casa de mi bisabuela en la calle Rute, la sobrecámara de mi abuela Anica, la carreterilla del cementerio, AraBuza, Galaxis, La Choza...
- ...

No le pongo más pega a esta vida tan inmortalizada que haber tardado tanto en llegar.

Imagen: La Vanguardia. 6 de junio de 2016. Columna de Joana Bonet.

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