Un verano no es verano si no hay feria.
Farolillos de colores, banderines, coco en trocitos, perritos de ojos rojos, sombreros de vaquero, bolsos andinos...
Una orquesta ruidosa que ataca entusiasta los compases de Mi Huelva tiene una ría. Parejas que cuentan los pasos y, por ello, revolotean envarados intentando no pisar a los niños.
Mujeres que se han arreglado con esmero para bailar entre ellas lo que no bailaron en otras ya lejanas vidas.
Adolescentes alborotados junto a los autos de choque. Flamencas diminutas rendidas a hombros de sus padres. Jóvenes que dejaron atrás el Zumosol.
Choricitos, patatas, flamenquines, cervezas y cubatas, refresquitos helados, cacahuetes.
Miras alrededor buscando caras conocidas y que te reconozcan. Caras que en otro tiempo ocuparon un gran espacio en tu vida. Vecinos, aquel primo al que le perdiste la pista, el paisano que vive en tu ciudad y al que no ves en todo el año, un amigo querido...
A veces te acercas y a veces, no. Una impensable timidez retrae tu gesto y vuelves la cara hacia el escenario porque dudas si serás reconocida. El tiempo siempre hace a conciencia su trabajo y no sabes qué palabras te harán cercana.
Hay mesas animadas donde las risas y la charla van por libre. Hay otras tan formales como mesas de domingo; la vista fija en los músicos y en aquellos que van y vienen a la pista.
Todos se han arreglado con cuidado. Ya olvidaron, quizá, la costumbre de estrenar los vestidos en la feria pero un algo atávico les lleva a ponerse bonitas, a ponerse atractivos. Y es que no saben que la cara y el cuerpo de feria es lo que los hace estar bellos. La satisfacción de haber completado un ciclo -que ese y no otro era el origen remoto de todas las fiestas- les pone luz en los ojos y brillo en la piel.
El aire es tan cálido que los abanicos se mueven al compás de la música, sin descanso. Levantas la vista hacia un cielo que no se entrevé, ofuscado por la intensidad de las luces. Pero sabes que las estrellas están techando la caseta, como cada año, y que estarán el próximo, y el otro, y aquel en el que tú ya no te sientes entre tus paisanos.
Tendente a la melancolía como eres, no puedes dejar de pensar, incluso inmersa en la risa y el bullicio, que fuiste plenamente feliz en otras ferias. Que el paseo iluminado era el horizonte hacia el que corrías cuando todo era posible. Pero no es el momento: aventas el pellizco de nostalgia y aplaudes con entusiasmo El vals de las mariposas, que si en él no hay feria.
Y cuando te retiras calle abajo y el estruendo de la orquesta parece salir de todas las calles, sabes que esa feria de pueblo está instalada para siempre en tu corazón, estés o no estés en ella. Sabes que agosto es el mes en el que resucita todo lo que tuviste al son del alegre compás de un pasodoble.
Imagen: fotografía personal. Feria de Cuevas de San Marcos. 9 de agosto de 2015.
Farolillos de colores, banderines, coco en trocitos, perritos de ojos rojos, sombreros de vaquero, bolsos andinos...
Una orquesta ruidosa que ataca entusiasta los compases de Mi Huelva tiene una ría. Parejas que cuentan los pasos y, por ello, revolotean envarados intentando no pisar a los niños.
Mujeres que se han arreglado con esmero para bailar entre ellas lo que no bailaron en otras ya lejanas vidas.
Adolescentes alborotados junto a los autos de choque. Flamencas diminutas rendidas a hombros de sus padres. Jóvenes que dejaron atrás el Zumosol.
Choricitos, patatas, flamenquines, cervezas y cubatas, refresquitos helados, cacahuetes.
Miras alrededor buscando caras conocidas y que te reconozcan. Caras que en otro tiempo ocuparon un gran espacio en tu vida. Vecinos, aquel primo al que le perdiste la pista, el paisano que vive en tu ciudad y al que no ves en todo el año, un amigo querido...
A veces te acercas y a veces, no. Una impensable timidez retrae tu gesto y vuelves la cara hacia el escenario porque dudas si serás reconocida. El tiempo siempre hace a conciencia su trabajo y no sabes qué palabras te harán cercana.
Hay mesas animadas donde las risas y la charla van por libre. Hay otras tan formales como mesas de domingo; la vista fija en los músicos y en aquellos que van y vienen a la pista.
Todos se han arreglado con cuidado. Ya olvidaron, quizá, la costumbre de estrenar los vestidos en la feria pero un algo atávico les lleva a ponerse bonitas, a ponerse atractivos. Y es que no saben que la cara y el cuerpo de feria es lo que los hace estar bellos. La satisfacción de haber completado un ciclo -que ese y no otro era el origen remoto de todas las fiestas- les pone luz en los ojos y brillo en la piel.
El aire es tan cálido que los abanicos se mueven al compás de la música, sin descanso. Levantas la vista hacia un cielo que no se entrevé, ofuscado por la intensidad de las luces. Pero sabes que las estrellas están techando la caseta, como cada año, y que estarán el próximo, y el otro, y aquel en el que tú ya no te sientes entre tus paisanos.
Tendente a la melancolía como eres, no puedes dejar de pensar, incluso inmersa en la risa y el bullicio, que fuiste plenamente feliz en otras ferias. Que el paseo iluminado era el horizonte hacia el que corrías cuando todo era posible. Pero no es el momento: aventas el pellizco de nostalgia y aplaudes con entusiasmo El vals de las mariposas, que si en él no hay feria.
Y cuando te retiras calle abajo y el estruendo de la orquesta parece salir de todas las calles, sabes que esa feria de pueblo está instalada para siempre en tu corazón, estés o no estés en ella. Sabes que agosto es el mes en el que resucita todo lo que tuviste al son del alegre compás de un pasodoble.
Imagen: fotografía personal. Feria de Cuevas de San Marcos. 9 de agosto de 2015.
Comentarios
Publicar un comentario