A veces, cuando los chopos verdean de tal manera que el verano parece eterno, hay una nostalgia sobrevenida y fuera de lugar.
Inexplicable, quizá, pero humana.
Es la nostalgia de recordar que, al igual que ese río en el que nunca puede uno bañarse dos veces, hay veranos y sombras de chopo a las que jamás se puede volver.
Una escalera que salva un desnivel entre caminos se convierte, por obra y gracia de una melancólica tarde, en la metáfora de la vida que recorremos siempre, siempre, hacia abajo.
En la infancia saltamos de dos en dos los escalones y hacemos bandera y medalla de nuestras despellejadas rodillas. Un grito de nuestra madre nos contiene pero, al instante, volvemos a volar, sin miedo, hacia las alamedas.
La juventud nos da más alas y nos hace inmortales -o eso creemos y como tales vivimos-.
La madurez, que es una palabra de consuelo para lo que ya no tiene remedio, nos hace conscientes de todo y descubrimos cuál es el precio que hay que pagar por estar vivo.
Y la vejez... qué sé yo si será esto que siento; este punto de amargura en cada alegría, esta gota de tristeza en cada cielo azul, esta agonía que se abre paso entre los recuerdos felices y la dicha venidera...
Y entre esos pensamientos, tan poco apropiados para la tarde veraniega y plácida, los verdes chopos, que han abierto ese agujerito de añoranza, me soplan rumores de otros veranos.
Pasó el momento. Vivamos.
Imagen: fotografía personal. 2 de julio de 2016. La Joncosa del Montmell.
Inexplicable, quizá, pero humana.
Es la nostalgia de recordar que, al igual que ese río en el que nunca puede uno bañarse dos veces, hay veranos y sombras de chopo a las que jamás se puede volver.
Una escalera que salva un desnivel entre caminos se convierte, por obra y gracia de una melancólica tarde, en la metáfora de la vida que recorremos siempre, siempre, hacia abajo.
En la infancia saltamos de dos en dos los escalones y hacemos bandera y medalla de nuestras despellejadas rodillas. Un grito de nuestra madre nos contiene pero, al instante, volvemos a volar, sin miedo, hacia las alamedas.
La juventud nos da más alas y nos hace inmortales -o eso creemos y como tales vivimos-.
La madurez, que es una palabra de consuelo para lo que ya no tiene remedio, nos hace conscientes de todo y descubrimos cuál es el precio que hay que pagar por estar vivo.
Y la vejez... qué sé yo si será esto que siento; este punto de amargura en cada alegría, esta gota de tristeza en cada cielo azul, esta agonía que se abre paso entre los recuerdos felices y la dicha venidera...
Y entre esos pensamientos, tan poco apropiados para la tarde veraniega y plácida, los verdes chopos, que han abierto ese agujerito de añoranza, me soplan rumores de otros veranos.
Pasó el momento. Vivamos.
Imagen: fotografía personal. 2 de julio de 2016. La Joncosa del Montmell.
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