Me contaba mi madre que me llamo María por haber nacido en mayo. Mi primer nombre, Ana, es el de mi abuela paterna.
Se llamaba Ana del Carmen pero, cuando yo la conocí, ya era Anica para todos.
Es tarde para saber cómo la llamaba su madre desde la puerta cuando correteaba por las calles de un pueblo empedrado, cómo la llamaban sus amigas, cómo la llamó su novio Nicolás por vez primera...
Yo soy Ana María en todos los documentos oficiales: papeles y papeles que nos clasifican, nos señalan, nos definen, nos certifican como vivos y caminantes por una vida cada vez más controlada.
Fui -y soy- Ana Mari para todos los que me conocieron en la infancia. Ana Mari con trenzas, Ana Mari vivaracha e inquieta, Ana Mari en la boca de los que tanto me quisieron. Cuando me llaman Ana Mari vuelvo a ese tiempo del que nunca nos recuperamos; si es desgraciado, por desgraciado; si es feliz, por feliz.
Cuando llegó la adolescencia y quise que el reloj corriera para entrar en ese soñado mundo de los adultos -tan mágico me parecía, ay-, fui Ana y nada más. Así me nombran casi todos aquellos que entraron en mi vida después de los catorce años y es el nombre que va ocupando más espacio a medida que me hago mayor.
Me gusta mi nombre: es sencillo, claro, fácil de decir. Me gusta ser Ana. Me gusta ser Ana Mari. Me gusta cuando alguien dice Anita con cariño, demostrando su complicidad conmigo, me gusta el afecto que desprenden los diminutivos...
El nombre que me nombra me acompaña y me da identidad.
Me llames como me llames -de todas las formas que me han llamado-, hazlo para darme vida, porque soy alguien en tu mundo, porque me aprecias, porque me quieres.
Imagen: fotografía personal. Yo, a lomos de la Romera, con el Genil al fondo. Un verano lejano.
Se llamaba Ana del Carmen pero, cuando yo la conocí, ya era Anica para todos.
Es tarde para saber cómo la llamaba su madre desde la puerta cuando correteaba por las calles de un pueblo empedrado, cómo la llamaban sus amigas, cómo la llamó su novio Nicolás por vez primera...
Yo soy Ana María en todos los documentos oficiales: papeles y papeles que nos clasifican, nos señalan, nos definen, nos certifican como vivos y caminantes por una vida cada vez más controlada.
Fui -y soy- Ana Mari para todos los que me conocieron en la infancia. Ana Mari con trenzas, Ana Mari vivaracha e inquieta, Ana Mari en la boca de los que tanto me quisieron. Cuando me llaman Ana Mari vuelvo a ese tiempo del que nunca nos recuperamos; si es desgraciado, por desgraciado; si es feliz, por feliz.
Cuando llegó la adolescencia y quise que el reloj corriera para entrar en ese soñado mundo de los adultos -tan mágico me parecía, ay-, fui Ana y nada más. Así me nombran casi todos aquellos que entraron en mi vida después de los catorce años y es el nombre que va ocupando más espacio a medida que me hago mayor.
Me gusta mi nombre: es sencillo, claro, fácil de decir. Me gusta ser Ana. Me gusta ser Ana Mari. Me gusta cuando alguien dice Anita con cariño, demostrando su complicidad conmigo, me gusta el afecto que desprenden los diminutivos...
El nombre que me nombra me acompaña y me da identidad.
Me llames como me llames -de todas las formas que me han llamado-, hazlo para darme vida, porque soy alguien en tu mundo, porque me aprecias, porque me quieres.
Imagen: fotografía personal. Yo, a lomos de la Romera, con el Genil al fondo. Un verano lejano.
Anita felicitats tocaya !!1
ResponderEliminarANITA
ResponderEliminarHola Ana, sobre el nombre de tu abuela conozco una anécdota, el bisabuelo, que era un cachondo mental, la llamaba albondiguilla porque era muy gordita cuando era pequeñita, él le puso motes a todos sus hijos, yo sólo recuerdo el de mi abuelo becerra porque pisoteó cuando era niño unas plantas en la huerta que tenían en el torviscal y el de Francisco, al que llamaba tarambana porque era bastante alocado. También le puso mote a tu abuelo Nicolás ya que estaba muchas veces en su casa porque tenia la misma edad de mi abuelo y eran muy amigos le llamaba la jineta porque era muy espabilado y en cuanto oía algo que le llamaba la atención giraba la cabeza muy atento, aunque estuviera en la otra punta de la casa.
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