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El niño de la Tomasa

El niño de la Tomasa nació en Córdoba, la llana; la Sultana, la que reluce al sur de Europa.

Con ese nombre y esa piel verde aceituna, estaba destinado a ser torero -fina cintura quebrando en el albero-, cantaor -quejío profundo en la madrugada- o, quizá, bailaor -gracia y templanza en cada paso-...

El niño de la Tomasa quizá tenía un futuro más anónimo: recoger aceitunas, tener una novia morena como su madre, pasear los puentes tendidos sobre el Guadalquivir hermoso, aspirar el aroma en el patio de los limoneros, llevar a sus hermanos de la mano entre casas encaladas, besar la frente de su abuela sentada al fresco de la noche estival...

Y, sin embargo, vocea desde más allá del Mediterráneo cantos de muerte; recoge de la historia nombres medievales, pueblos y territorios que duermen en los libros para amenazar, dedo en alto, con horrores infinitos.

Clama y reclama por una tierra que fue suya y que dejó atrás en nombre de los dioses que se alimentan de sangre. Tuvo en su mano la fortuna de vivir en la gloria que ahora demanda con la cara de niño y los ojos de orate. Sueña con lo que tuvo. Hiere con lo que quiere.

El niño de la Tomasa cambió el paraíso por el infierno. Cambió la vida por la muerte. Cambió el aire por el vacío. Cambió la risa por el silencio.

Nunca volverá a Córdoba, la llana. Y, por todo lo que ha perdido habiendo sido suyo, nos conmueve el niño de la Tomasa.

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