Nada nos es tan imprescindible -dejemos el aire que respiramos para otra ocasión- y de ella vivimos.
Somos agua.
De la sequía se ha hecho siempre un demonio feroz, una plaga bíblica, una ruina de hombres y haciendas.
Se la ha intentado conjurar de mil maneras y los regímenes totalitarios -deseosos de mantener al pueblo contento y calmado- hacían de esa batalla la piedra de toque de su economía.
Así, los embalses en la dictadura de Franco fueron pilar y sostén del crecimiento y del apaciguamiento. Sus obras eran motivo de orgullo y se mostraban como prueba de la consecución de la paz política y social.
Bajo sus cimientos se escondieron muchas historias -de sangre, de lágrimas, de abandono, de renuncia, de esfuerzo ímprobo- y se perfilaron muchos planes de sometimiento.
Y ahí están hoy. Despojados por fin de oscuras intenciones y orgullosos de ser el anhelo y el espejo donde se miran muchos pueblos. Ya lo cantaba Alameda: ...y las que fueron tus penas, son causa de tu alegría.
Su nivel. Si bajan, si suben. Si se descubren los restos que esconden. Si se suelta el agua, si no. Si se trasvasa. Si ceden, si recogen.
Todo es motivo de controversia y de atención. Los ojos de los hombres del campo se vuelven a ellos. Son objeto de contemplación: se fotografían, se graban, se ensalzan, se cantan...
Amaneceres, atardeceres; cambios imperceptibles. Reflejos, orillas. Todo en su entorno concentra la atención en el agua que llevan y en la vida que dan.
Y como sangre que alimenta un cuerpo generoso, el agua de las torrenteras que lo llenan es fuente de alegría para quien la ve. Somos ese agua y el espacio que la contiene. Somos los arroyos incontrolables. Nos vemos destinatarios de su generosidad.
Bendita la lluvia que cae, el agua que corre y el alma que se alegra.
Vídeo: Arroyo Soreche, camino del embalse de Iznájar.
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