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Escribo para mi gato. Hoy, croquetas.


Esta tarde tengo clase. La única tarde de la semana. Es por esa maldita asignatura que arrastro desde el curso pasado: una mezcla de desesperanza y desidia hizo que la suspendiera y ahora no me queda más que seguir el plan de recuperación que me imponen en el bachillerato. Y, sin embargo, mientras me arreglo por las mañanas, voy silbando bajito mientras le sonrío al espejo.
Y la razón no es otra más que hoy tocan croquetas.
La abuela me espera sobre las tres de la tarde –la excusa perfecta es que la casa me queda lejos para ir y volver en esa escasa horilla que tengo- con una fragante fuente de croquetas recién hechas, cuyo olor ya me traspone mientras me peleo para meter la bici en el ascensor.
Ella ya ha comido. Sus horarios octogenarios le ponen las tres de la tarde más cerca de la merienda que del almuerzo. A mí me espera una mesa puesta con las croquetas en el altar mayor.
La beso con todo el cariño en los labios aunque el cuello ya se me alargue pasillo adelante, camino del comedor.
La abuela se sienta a mi lado, esperando que, como embajador de mi casa con plenos poderes, haga los honores y engulla mi parte, la de mi padre, la de mi madre y la de mis hermanos, exiliados hoy de la ceremonia de los placeres culinarios.
Mientras como, ella, con los ojos brillantes de orgullo ante mis aspavientos, sonidos, ojos volteados y besos engarzados entre bocado y bocado, me pregunta si me gustan, si están ricas, si le han salido buenas, si la bechamel está en su punto. Yo a todo asiento mientras voy rebajando con tino y gracia la montaña gozosa que forman las doradas croquetas.
Y aprovecha para contarme de nuevo cómo las ha hecho. Y lo poco que le cuesta hacerlas sabiendo cómo se las aplaudo.
Me dice que la bechamel es la clave, que hay que removerla con paciencia y salero para que no quede ni un solo grumito. Que le pone su poquito de pimienta y su poquito de nuez moscada y que usa la misma harina desde que se casó, hace ya la friolera de no se sabe cuántos años.
Pero, con todo y ser importante la bechamel, que no me deje engañar, que la carnecita ha de estar libre de ternillas, piel y huesecillos. Que ella pone mucho cuidado en que nunca, pero nunca, ningún tropezón desafortunado nos arruine un bocado exquisito.
Y luego, la mezcla sagrada va a la nevera. Que ella lo hizo ayer, para que la masa se haya rendido y se deje moldear a su gusto.
Y que están empanaditas con huevo y pan rallado. Y fritas en ese aceite de oliva tan oloroso y fragante. Y que así están ellas de crujientes y apetitosas. ¿A que sí?, me pregunta. Y qué voy a decir yo que no hayan dicho ya mis caras de admirador rendido.
Así que hoy tocan croquetas y aquí estoy, pedaleando a ritmo de Tour para que me den las tres sentado a oficiar junto a la abuela.
Me abre la puerta, tan sonriente como siempre y, como siempre, tan sonriente yo, le doy esos besos de nieto zalamero que tan bien se me dan.
Y avanzo hacia la mesa donde ya vislumbro la fuente de mis sueños y mis plegarias.
Y me siento, y se sienta a mi lado, y me pregunta si me gustan, si están ricas, si le han salido buenas, si la bechamel está en su punto. Yo a todo asiento y voy metiendo las croquetas, con tino y disimulo, en la mochila que dejé caer descuidadamente a mis pies.
Y soy yo, mientras una lágrima incómoda me escuece en los ojos, quien le pregunto cómo se hace la bechamel, cómo forma la masa, en qué las envuelve antes de echarlas al aceite oloroso.
Ella solo sonríe.
Las croquetas, tan blancas y tan crudas, van desapareciendo en una mochila que hoy llevará a casa la noticia de un destino cruel que nos ha alcanzado.

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