Antes en los suplementos dominicales y ahora en internet, encontramos de vez en cuando artículos que aconsejan sobre cómo comportarnos en la mayoría de las circunstancias de la vida.
En los dedicados a ilustrarnos sobre cómo proceder en una entrevista de trabajo o en el delicado momento de pedir un aumento de sueldo o una mejora en nuestro puesto de trabajo o de intentar convencer de las bondades de lo que vendemos o promocionamos, una regla de oro es que NUNCA, pero NUNCA, y bajo ningún concepto, debemos echar mano de argumentos que pongan el acento es nuestras circunstancias personales presuntamente lastimosas y en las penas y quebrantos que arrastramos en nuestro triste caminar.
Así, nuestro futuro empleador, nuestro jefe, nuestro posible comprador, no debe recibir como argumento las penosas circunstancias económicas por las que estamos atravesando, el hambre que pasan nuestros chiquillos o lo listos que somos sin que nadie nos lo reconozca.
Los argumentos que deben sustentar nuestra petición o nuestra propuesta deben enfocarse siempre a explicar qué beneficios le reportará a nuestro interlocutor atender a nuestras peticiones y a recalcar las razones poderosas que nos asisten y que se insertan directamente, desde nuestro punto de vista, en la verdad verdadera y en el más alto escalón de la justicia.
Es una enseñanza que debe aplicarse en todos los órdenes de la vida.
Y estaría bien, en estos tiempos convulsos que estamos viviendo, que aquellos que abogan por libertades sujetas aún a decisiones judiciales se aplicaran estos sabios consejos y apelaran a razones -que se demostrarán ciertas o falsas en el momento que toque- de los hechos en sí, de las conductas que se mantuvieron o no y de las decisiones que se tomaron o se dejaron de tomar.
Llamar a la puerta de la justicia arrastrando de la mano al hijito pequeño al que su papá no le puede contar un cuento por las noches o a la nena a la que el suyo no la acompaña al colegio, no hace más que enfatizar la pobreza de otras razones más sustentadas y el ninguneo de la inteligencia de quien escucha que, se supone, va a obviar la verdad, velada por el lacrimógeno folletín de los padres supuestamente hurtados a sus hijos.
Es demérito claro -en esta obscena celebración de aniversarios- de quien reclama inocencia tras el burladero de los niños y agravante, que no atenuante, para quien, teniendo hijos a quienes tanto se supone que quiere, no duda en actuar sin tener en cuenta la exquisita corrección con las leyes que debe ser el pilar de actuación de quien se cree cargado de razón y gente de paz.
En los dedicados a ilustrarnos sobre cómo proceder en una entrevista de trabajo o en el delicado momento de pedir un aumento de sueldo o una mejora en nuestro puesto de trabajo o de intentar convencer de las bondades de lo que vendemos o promocionamos, una regla de oro es que NUNCA, pero NUNCA, y bajo ningún concepto, debemos echar mano de argumentos que pongan el acento es nuestras circunstancias personales presuntamente lastimosas y en las penas y quebrantos que arrastramos en nuestro triste caminar.
Así, nuestro futuro empleador, nuestro jefe, nuestro posible comprador, no debe recibir como argumento las penosas circunstancias económicas por las que estamos atravesando, el hambre que pasan nuestros chiquillos o lo listos que somos sin que nadie nos lo reconozca.
Los argumentos que deben sustentar nuestra petición o nuestra propuesta deben enfocarse siempre a explicar qué beneficios le reportará a nuestro interlocutor atender a nuestras peticiones y a recalcar las razones poderosas que nos asisten y que se insertan directamente, desde nuestro punto de vista, en la verdad verdadera y en el más alto escalón de la justicia.
Es una enseñanza que debe aplicarse en todos los órdenes de la vida.
Y estaría bien, en estos tiempos convulsos que estamos viviendo, que aquellos que abogan por libertades sujetas aún a decisiones judiciales se aplicaran estos sabios consejos y apelaran a razones -que se demostrarán ciertas o falsas en el momento que toque- de los hechos en sí, de las conductas que se mantuvieron o no y de las decisiones que se tomaron o se dejaron de tomar.
Llamar a la puerta de la justicia arrastrando de la mano al hijito pequeño al que su papá no le puede contar un cuento por las noches o a la nena a la que el suyo no la acompaña al colegio, no hace más que enfatizar la pobreza de otras razones más sustentadas y el ninguneo de la inteligencia de quien escucha que, se supone, va a obviar la verdad, velada por el lacrimógeno folletín de los padres supuestamente hurtados a sus hijos.
Es demérito claro -en esta obscena celebración de aniversarios- de quien reclama inocencia tras el burladero de los niños y agravante, que no atenuante, para quien, teniendo hijos a quienes tanto se supone que quiere, no duda en actuar sin tener en cuenta la exquisita corrección con las leyes que debe ser el pilar de actuación de quien se cree cargado de razón y gente de paz.
Comentarios
Publicar un comentario