«...si la rutina te aplasta, dile que ya basta de mediocridad».
Así lo cantaba Joan Manuel Serrat y así lo coreábamos todos con el debido entusiasmo.
Porque la rutina es una palabra denostada y lo que significa se asocia siempre a las pobres vidas; a las pobres gentes que se arrastran del nacimiento a la muerte, sin nada nuevo que esperar.
De la rutina, en un empujón violento, solo nos sacan tragedias insospechadas: una muerte inesperada, un diagnóstico sospechoso, una pérdida que no aceptamos...
Ni siquiera contamos las vacaciones o el encuentro con alguien querido o un acontecimiento festivo como episodios fuera de la rutina. Se incluyen en ella; unos, porque son cíclicos, como los días ociosos; otros, porque son puntuales y se desvanecen rápidamente en el tiempo, a veces, en apenas unas horas.
Sin embargo, ayer jueves, aunque las voces mediáticas lo anunciaban y los rumores se sucedían, no pudimos creernos el momento en el que la rutina dejó paso a un período incierto, inquietantemente indefinido, que inauguramos hoy.
Hemos amanecido sin tener que ir al trabajo.
Llegar al instituto, saludar, echar un vistazo a lo que teníamos previsto, lidiar con la apatía en unas clases, con el bullicio en otras, apagar fuegos imprevistos, reunirnos, compartir, discrepar, planificar, corregir, programar... Unas risas por aquí, una pausa por allá, una preocupación que resolver, un problema que gestionar... Una guardia, una explicación, una llamada que atender... El camino de vuelta, las prisas para acabar pronto el día y poder volver con renovadas fuerzas al siguiente... Ya no estamos en esa rueda.
Los pasillos estarán vacíos. Ni algarabía ni voces ni pasos romperán el silencio de las aulas. Las pizarras se quedaron a medio borrar, nos olvidamos libros imprescindibles, en las taquillas habrá algunas notas que alguien echará en falta en algún momento, algún proyector parpadea en el olvido y las cartas se acumularán en la entrada.
De repente, todas las rutinas de los días cotidianos han desaparecido como por arte de magia y nos encontramos acodadas en la terraza, viendo pasar el tiempo. Y no sabemos cuánto será ese tiempo en que veremos pasar el tiempo, ni sabemos cuándo respiraremos —nunca mejor dicho—, y esta vez aliviados, al volver a oír la alarma de las 6:45.
Benditos los tiempos rutinarios que volverán a traernos la paz de espíritu.
Lávense las manos, contemplen la vida desde el palco y acuérdense de que Joaquín y Alberto siguen enterrados, en peores condiciones que nosotros.
Fotografía personal: la calle desde mi terraza. 13 de marzo de 2020. 13:12 horas.
Así lo cantaba Joan Manuel Serrat y así lo coreábamos todos con el debido entusiasmo.
Porque la rutina es una palabra denostada y lo que significa se asocia siempre a las pobres vidas; a las pobres gentes que se arrastran del nacimiento a la muerte, sin nada nuevo que esperar.
De la rutina, en un empujón violento, solo nos sacan tragedias insospechadas: una muerte inesperada, un diagnóstico sospechoso, una pérdida que no aceptamos...
Ni siquiera contamos las vacaciones o el encuentro con alguien querido o un acontecimiento festivo como episodios fuera de la rutina. Se incluyen en ella; unos, porque son cíclicos, como los días ociosos; otros, porque son puntuales y se desvanecen rápidamente en el tiempo, a veces, en apenas unas horas.
Sin embargo, ayer jueves, aunque las voces mediáticas lo anunciaban y los rumores se sucedían, no pudimos creernos el momento en el que la rutina dejó paso a un período incierto, inquietantemente indefinido, que inauguramos hoy.
Hemos amanecido sin tener que ir al trabajo.
Llegar al instituto, saludar, echar un vistazo a lo que teníamos previsto, lidiar con la apatía en unas clases, con el bullicio en otras, apagar fuegos imprevistos, reunirnos, compartir, discrepar, planificar, corregir, programar... Unas risas por aquí, una pausa por allá, una preocupación que resolver, un problema que gestionar... Una guardia, una explicación, una llamada que atender... El camino de vuelta, las prisas para acabar pronto el día y poder volver con renovadas fuerzas al siguiente... Ya no estamos en esa rueda.
Los pasillos estarán vacíos. Ni algarabía ni voces ni pasos romperán el silencio de las aulas. Las pizarras se quedaron a medio borrar, nos olvidamos libros imprescindibles, en las taquillas habrá algunas notas que alguien echará en falta en algún momento, algún proyector parpadea en el olvido y las cartas se acumularán en la entrada.
De repente, todas las rutinas de los días cotidianos han desaparecido como por arte de magia y nos encontramos acodadas en la terraza, viendo pasar el tiempo. Y no sabemos cuánto será ese tiempo en que veremos pasar el tiempo, ni sabemos cuándo respiraremos —nunca mejor dicho—, y esta vez aliviados, al volver a oír la alarma de las 6:45.
Benditos los tiempos rutinarios que volverán a traernos la paz de espíritu.
Lávense las manos, contemplen la vida desde el palco y acuérdense de que Joaquín y Alberto siguen enterrados, en peores condiciones que nosotros.
Fotografía personal: la calle desde mi terraza. 13 de marzo de 2020. 13:12 horas.
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