Ayer salimos a los balcones, claro que sí.
No solo por los sanitarios, los transportistas, los trabajadores de supermercados, los policías... También por nosotros mismos, que necesitamos ver gente, sentirnos parte de una comunidad; que nos hacen falta no solo la familia y los amigos —con los que hablamos telefónicamente o whatsappeamos— sino los desconocidos vecinos que queremos saber que están ahí, en su mundo, ahora tan pequeño como el nuestro, y que formaban parte del paisaje en el que nunca reparábamos.
Los aplausos acabaron en un concierto de batería, jaleado con el ansia de oír otras voces y sentir otras risas. Aquí os lo dejo, seguro que en vuestros barrios también está pasando, pero es bello compartirlo.
Luego ya, la cosa se torció. El presidente del gobierno salió a decirnos lo que ya sabíamos: que venían los días más duros y difíciles, que habría más muertos, que nos enfrentábamos a algo desconocido y cuya salida estaba, por el momento, todavía lejana. Es difícil acabar así un día: Lo peor está por llegar.
Después, la noche se llenó de ataques feroces, de eso tan humano y tan sangrante que es el no-quiero-decir-te-lo-dije-pero-te-lo-dije.
Aquellos que me conocen, saben que no me ahorro críticas contra nadie: ni siquiera, y sobre todo, contra los míos, a los que pido estar siempre a la altura de lo que creo que son. Ya no tengo edad de darme un punto en la boca y no pocas veces eso me ha acarreado guantás sin mano, incluso, de los mal llamados amigos.
Sin embargo, creo que no es este el momento.
Todos vamos haciendo nuestra listita de agravios, de acciones omitidas, de omisiones hechas, de palabras a destiempo, de acusaciones arteras y maliciosas, de bajezas, de imprevisiones, de mezquindades, de desconciertos inconcebibles...
Los que están, los que estuvieron y los que quieren estar, todos ellos, tienen mucho por lo que callar y ya llegará el día de separar el grano de la paja. Pero no ahora.
Que se reparen en la medida de lo posible los errores previos, que los sanitarios puedan protegerse para proteger a los demás y que enfrentemos la batalla desde la unión contra el enemigo común; llegará el tiempo de volver a ser los descuartizadores, muchas veces con razón, que fuimos.
Y releo lo que he escrito y veo que me ha quedado un sermón plúmbeo y gris, así que no voy a dejar aquí esta crónica.
Os voy a confesar una cosa: yo ayer salí de casa.


Me estuve un rato, lo que duran un par de capítulos, porque tanto frío y tanto paisaje desolador, no son ahora mismo la mejor receta para viajar.
Por la tarde pensé: algún sitio más cálido y allá que me fui a Afganistán.
Caliente en todos los sentidos: atmosféricamente y con una ensalada de tiros que no sabe una dónde meterse.
Saúl Berenson y Carrie Mathison salvando al mundo de unos talibanes que, en estos momentos, nos suenan a preocupaciones prehistóricas, pero que ahí están.
El señor de las barbas que está en el centro es Haissam Haqqani que, por no hacer espoiler, solo diré que está metido en un buen marrón.

Y ya, después del disgusto de las noticias, en la cama y dispuesta a dar carpetazo al día, me acerqué a la extinta Unión Soviética, en los tiempos de Stalin.
Julian Barnes me iba a acompañar a revivir la terrible historia de Shostakóvich —sí, el compositor del vals nº 2, bálsamo para el alma, que tanto y tanto comparto en face—.
Pero llego a la página 30 y, ¿qué me encuentro? Esto:
1936: siempre había sido supersticioso con respecto a los años bisiestos. Como mucha gente, creía que traían mala suerte. (pág. 30)
Y ahí ya me dije: Buenas noches. Mañana será otro día.
Fotografías:
El ambiente desde mi terraza. 20:06 del 21 de marzo.
Nuestra Señora de la Esperanza, de David Monthiel.
Fotogramas de Los asesinatos del Valhalla. Netflix.
Fotogramas de Homeland. 8ª temporada. Fox.
El ruido del tiempo. Julian Barnes.
Buenas noches😘😘😘😘
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