En esta sociedad repipi y remilgada en la que vivíamos, había palabras perseguidas y proscritas.
Una de ellas era la palabra «viejo». Se podía decir anciano, persona mayor, persona de edad avanzada, persona de la tercera edad —un hallazgo indefinible sacado de no se sabe dónde—, hasta abuelo, sin que los aludidos tuvieran esa categoría de parentesco.
Pero viejo, no.
Porque viejo, que en nuestro idioma puede ser un sustantivo definitorio o un adjetivo descriptivo, había pasado a ser un insulto.
En esas vueltas y revueltas, en ese retorcimiento del lenguaje en aras de salvaguardar a todos y cada uno de nosotros sin etiquetas ni señalamientos, lo políticamente correcto —y los grupos de ofendidos, que aumentaban día a día— había sustituido realidades claras y contundentes, palabras inocentes, por eufemismos que pretendían defender el honor de aquellos a quienes nombraban.
Así, los viejos dejaron de ser viejos y la sociedad se quedó tranquila porque les había devuelto el respeto y el agradecimiento que se merecían.
Pero, ahora, nuestros viejos se están muriendo. Y se mueren solos.
Este Covid-19 —con nombre de vinazo de cartón— va a por ellos.
Dicen los que saben que no es solo por las patologías que se sufren con los años, sino que, aún estando sanos, producen menos interferón, que es la respuesta a una infección viral, y les resulta más difícil matar las células infectadas y transmitir señales a la respuesta inmunitaria adaptativa para que se ponga en marcha.
Por esa razón, en el caso de que no vivieran con su familia, esta debe dejar de visitarlos, en su domicilio o en una residencia, y evitar todo contacto por si, sin saberlo, llevaban la enfermedad consigo.
Esa es la primera muerte a la que están expuestos —por su bien, por supuesto— y los familiares, conscientes de ello, siguen el consejo a rajatabla con la angustia de no saber cuándo podrán verlos de nuevo.
La segunda muerte, la física, es la que les llega cuando el virus logra atravesar las barreras impuestas y arrasa, por ejemplo, en las residencias donde están ingresados.
Es fácil, cuando oímos las noticias de 3, 5, 8, hasta 17 muertes en uno de esos centros, evocar la imagen medieval de la muerte quebrando con una guadaña, de un solo tajo, gavillas de vidas.
La última noticia estremecedora ha sido el hallazgo de cadáveres en alguna de esas residencias cuando ha entrado la UME a desinfectar y realojar a los asilados.
Si sus muertes se habían notificado o no, si se había pedido ayuda o no, si se les había abandonado o no, quizá se logre esclarecer, pero ahí está el hecho y los protagonistas, de nuevo, los viejos —perdón, personas mayores (¿mayores con respecto a qué?)—, abandonados a su suerte.
De todas formas, a lo que quiero llegar desde el inicio al hablar de la proscripción de la palabra viejo, es a una reflexión sobre lo que esta sociedad dice defender desde el postureo y el toreo de salón, desde las proclamas, el buenismo y los discursos políticamente correctos.
Porque no llamando viejos a los viejos se quedó tranquila y se puso unas medallas que ahora hay que arrancarse con deshonor porque, cuando al principio de esta pesadilla se insistía en no tomar medidas y en tranquilizar a la población, el suspiro de alivio se oía como una ola recorriendo pueblos y ciudades, hasta nos despeinaba, cuando se llamaba a la calma asegurando que, total, solo afectaba, a los «viejos».
Fotografías:
Primitiva, 82 años (La Riba de Escalote, Soria). Original de Virginia Carrasco. La Verdad. 29 de junio de 2018.
Imagen de Europa Press. La Vanguardia. 19 de marzo de 2020.
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