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Crónica de la excepción. Día 19

Hoy es un día de indignación.

Los hay de todo: de desesperanza, de desánimo, de miedo, de incertidumbre, de conformidad, de resignación...

Hoy es de indignación: por cómo se están llevando las cosas, por cómo se actúa erráticamente —desde los gobernantes más altos a aquellos de los que dependemos más directamente—, por cómo quienes deben sostenernos —no olvidemos que es su trabajo y su obligación— se enredan en sus palabrerías, en sus bienquedo,  en sus blancos y negros consecutivos o simultáneos, en sus órdenes contradictorias, en sus derivas.

Pero como habrá mucho tiempo para que esta bilis que nos amarga la boca se pueda, y se deba, comentar, vamos a tirar de algo agradable. Y qué más agradable hoy en día que la cotidianeidad que tanto añoramos.

Por eso, lo que ahora os pongo aquí es un pequeño relato del 16 de febrero —ya sabéis que escribo para mi gato—, homenaje hoy a quien tanto añoro: mi calle.

MI CALLE
Mi calle es anodina. Quien pasa suele hacerlo apresuradamente, ya sea por el frío o el calor, el viento o la umbría.
No hay corrillos de tres, cuatro, cinco personas que discutan los precios del mercado y los últimos avatares políticos. Apenas un saludo cabeceante entre dos conocidos que se cruzan.
Tiene, entre los carriles de izquierda y derecha, palmeras que parecen airosas. No están atacadas de ese mal que se está llevando a tantas de ellas y sirven de refugio a un sinfín de criaturas escandalosas que han venido de allende los mares a traer colores que nuestras avecillas no conocían.
Haciendo bulto junto a las palmeras, hay unos arbustos espesos que se aclaran en ciertos puntos y se abren para permitir el paso de los viandantes. Hace poco, por casualidad, me enteré de que esos caminos, en arquitectura, llevan el maravilloso y poético nombre de «caminos de deseo». Aquello que el paisajista, diseñador, urbanista o equipo municipal de turno no tuvo a bien considerar lo deciden los usuarios, que votan con los pies y se abren paso sin que nadie lo pueda impedir.
Delante de mi portal hay una fila de contenedores. La gente suele pararse indecisa con una bolsa, un envase, un paquete… Todavía ahora dudamos —qué grandes dudas hemos cambiado por las pequeñas— dónde echar esto o aquello sin comprometer la imagen de nuestra propia conciencia. La concentración de una cara que no sabe dónde echar el brik de leche nos reconcilia con la buena voluntad del ser humano.
En el primer semáforo hay, de vez en cuando, un accidente. Todos ellos menores, ocasionados por el que no atiende a la intermitencia de su señal y se cruza en tiempo y espacio con el que apura el ámbar de la suya. Los más damnificados suelen ser los vehículos que, en el peor de los casos, son retirados con pompa en lo alto de diligentes grúas. A menudo, las ambulancias, que han acudido presurosas a la llamada de algún ciudadano heroico, se van tan vacías como vinieron y eso es motivo de alivio para los transeúntes que han decidido quedarse a ver el desenlace.
En la rotonda de la izquierda había un espeso olivo. Trasplantado de quién sabe dónde, parecía que había hecho allí toda su vida y que esperaba el invierno para ser cosechado como tantos de sus hermanos. Un coche, cuyo conductor había olvidado el código de la circulación, arremetió una noche contra él, creyéndolo un gigante. Con tanta violencia quiso vencerlo que el olivo ardió en llamas y dejó un tocón negruzco y muerto durante meses. Hasta que, finalmente, el Ayuntamiento tuvo a bien retirarlo para darle cristiana sepultura y dejó en su lugar una calva de hierba, único testimonio de la grandeza que allí hubo.
El susodicho Ayuntamiento, enterrador de muertos, dotó a los presupuestos de una partida para comprar bancos y, una vez hecha la compra, comprobó desolado que eran pocos bancos para tanto barrio. Una de las mentes preclaras que decide qué hacer ante un arduo problema municipal, tuvo la idea de repartir lo poco entre muchos y, así, frente a mi portal un solitario banco —eso sí, de buena madera y sólido acero— espera el descanso de agotados caminantes. Para el siguiente habrá que recorrer sus buenos trescientos metros y otros tantos hasta el otro y así sucesivamente. No están hechos para tertulias tumultuosas, sino para el breve reposo de uno, dos, tres, máximo cuatro amigos.
Tiene mi calle unas farolas urbanas de poco lucimiento —prácticas y airosas, eso no se lo negaremos— ya que el consistorio ha sacrificado el estilo a la sobriedad, faltaría más, en una ciudad que no aparece en los destinos turísticos. Pero para paliar los defectos públicos están las iniciativas privadas, y ahí están las verdes letras y el ingenuo cesto del señor Mercadona, que da luz y color, y estilo proletario, a la acera de mi calle.
Hay frente a mi edificio un solar, destinado como tantos otros a la construcción de una de esas torres que nos han ido invadiendo como gusanos bajo la piel. Pero los solares ya no son el escenario de batallas incruentas de niños de diez años. Una valla física —y la valla mental que han colocado las consolas y el secuestro que de la infancia han hecho— no permite que se chuten pelotas, ni se pelee con espadas de madera, ni nadie se suba a los árboles que todavía le quedan. Desde mi ventana, aún veo corretear a gatos que ya no tienen más alimento que los roedorcillos que puedan esconderse entre las matas; no creo que se aventuren con esas ratas grises, sabedoras de mañas y capaces de enfrentarse a tristes felinos de ciudad.
Se ve desde mi calle pasar el tren. La estación está próxima y, por ello, la velocidad recién iniciada o en trance de ralentizarse nos permite en la noche vislumbrar alguna cara asomada a la ventanilla. Ellos ven la oscuridad y nosotros alcanzamos a ver una mirada cansada, melancólica o aburrida. Siempre me ha gustado ver trenes en la noche; casi tanto como ver noches en los trenes.
Hace unos años, donde ahora se elevan esas torres que la alcaldesa elevó como símbolo de modernidad, se veían caballos desde mi terraza. El depósito de sementales —obsérvese el maravilloso y rotundo sobrenombre que el ejército daba al cuartel que los acogía— usaba los terrenos más próximos a las vías para entrenar y dar torno a los caballos que pertenecían al Acuartelamiento de Caballería. En las tardes de primavera, solíamos mis hijos y yo disfrutar de un paisaje más amable de lo que la ciudad ofrecía si mirábamos al otro lado.
En la esquina, frente a la rotonda de nuestro olivo desaparecido, hay un bar que subsistió durante años arrinconado entre fábricas. Ahora se llenan sus mesas de uniformes de rayitas verdes donde antes había obreros manuales con las manos manchadas de grasa.
Hay mucho ruido en mi calle. Tres carriles en un lado y tres en otro y la ronda cercana hacen que sea un espacio ideal para los vehículos de dos y cuatro ruedas: de turismos, furgonetas, camiones, taxis, coches de policía, ambulancias y, el signo de los tiempos, patinetes eléctricos. Desde la altura de mi piso y tras los dobles cristales, el ruido es no solo soportable, sino agradable. Como un mar de fondo donde van y vienen las olas de la modernidad, es capaz de arrullarme lo que ya para mí es sonido. No hay bocinas; los intempestivos pitidos de conductores alterados no se dan más que excepcionalmente y, de esta manera, me permito aceptar con agrado lo que para otros sería incomodo.
Puedo bajar a mi calle una, cien, trescientas, mil veces que casi nunca me cruzaré con las mismas personas. Apenas unos pocos vecinos muy de cuando en cuando, pero siempre, siempre, puedo pasear hasta la esquina contando con que me cruzaré con desconocidos absolutos. Me sigue sorprendiendo. Como si el Ayuntamiento pusiera paseantes de atrezo para dar la ilusión de gran ciudad.
Siempre hay coches aparcados en doble fila. Tres carriles lo permiten y siempre hay una urgencia que justifique dejar, siempre un momentito, el coche para recadear o hacer una visita rápida. A veces, les dejan los intermitentes de emergencia puestos para engañar, supuestamente, al guardia de tráfico que quisiera ser escrupuloso con su trabajo. Quien conoce mi calle sabe que no es necesario: se hace la vista gorda y se da por buena la emergencia.
Casi no hay excrementos de perros en mi calle. Se ha vuelto muy cívica la vecindad de unos años para acá y son pocas las ocasiones en las que hay que esquivar algún desagradable presente que el dueño del animalito optó por no recoger. Yo agradezco ese civismo como peatona, pero como persona debo mirar a otro lado cuando veo esas manitas enguantadas recoger con mimo el oloroso y calentito regalo de la mascota en cuestión.
Tiene mi calle en sus aceras árboles de hoja caduca cuyo nombre no me sé, pero que he prometido averiguar por el servicio inestimable que dan al paisaje y por no hacerles de menos frente a palmeras y olivos. Son un privilegio que nos ha sido respetado porque el tamaño de dichas aceras excede, con mucho, el normal en estos casos.
A mi calle le cambiaron el nombre hace ya muchos años y la ascendieron a avenida. Le quitaron el que se ajustaba a su temperatura media anual y la nombraron con un reputado político, ya pasado a mejor vida. Pasó de una palabra de cinco letras a cuatro palabras con veintiuna en total. La pesadilla de los formularios y de quienes deben rellenarlos. Pero así es la vida.

Fotografía: mi calle a derecha e izquierda, desde la terraza. Hoy, a las 12:30.

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