Si hace una semana me hubieran dicho que iba a contar mi compra en el Mercadona como Marco Polo contaba sus viajes, me habría caído de la silla.
Pero así están las cosas y a eso voy.
En este punto, aviso que si esperáis épica, aventuras o un relato asombroso, dejéis de leer, porque el asunto es más bien prosaico.
El día no empezó naaaaada bien. Antes de que abrieran, este era el panorama: cola de coches con el parquin aún cerrado y cola de gente en la puerta, al otro lado.
Empecé a considerar las alternativas, ayudada por inestimables consejos vía whatsapp: que si en el Condis hay menos cola, que si en los mercados todo está más o menos normal... Cualquier idea era buena con tal de no esperar al aire libre en un día que nos ha devuelto al invierno o refregarme con posibles portadores de bichitos ocultos.
Pertrechada con el carrito y mis guantes, salí para la compra alternativa y vi, no sin asombro, que no había nadie en la puerta. Así que decidí probar suerte.
El señor Mercadona ya anunció ayer que iba a aplicar la estrategia josemotiana, a saber: las gallinas que entran por las que salen, pero se ve que el gallinero no estaba aún lleno, porque pude entrar sin problema.
Una enumeración somera de lo que había: dos mossos de escuadra, un guardia de seguridad, empleados tooodos con mascarilla y guantes, gente como en un viernes normalito, mucho silencio (pero MUCHO, y era como apocalíptico) y una grabación en bucle que sustituía al Mercadonaaa, Mercadoooonaaa y que venía a decir que los suministros estaban asegurados y concluía con un Esto pasará. Racionalicemos el miedo.
Esto último de racionalizar el miedo no lo entiendo muy bien, pero queda chulo y profundo. Yo hubiera preferido evitemos el miedo, pero no me consultaron.
También he de decir que mi teoría se confirma: los congeladores de Hospitalet y alrededores están ya todos llenos porque los lineales de la carne, embutidos y productos perecederos en general estaban muy apañados, como podéis comprobar vosotros mismos.
De la misma manera, aún quedan trasteros, habitaciones y pasillos con espacio porque los productos no perecederos —a las 9:45 de la mañana— ya escaseaban.
A saber: leche, legumbres, pasta, productos de limpieza (en especial los desinfectantes), arena de gatos (por favor, que no se entere Julieta, que ya resolveré el problema), conservas varias...
También se había acabado el plástico transparente de congelar, cosa sospechosa porque me indica que la gente tiene pensado ir a saquear los perecederos en cuanto los congeladores vayan bajando el nivel. Ya se verá.
Yo llevaba mi listita y prácticamente me lo he podido llevar todo, menos la arena, el Sanytol y los polvitos esos para hacer crêpes en casa, cosa que ha dejado desolada a mi hija.
Me dirigí hacia las cajas y, ooooh, nada de cola, así que me coloqué diligentemente —a la distancia pertinente— de un chico que estaba poniendo sus productos en la cinta.
Suspendió un momento su tarea, me miró y me dijo: Señora, la cola está allí. Y efectivameeeeente, la cola estaba allí, al otro lado del pasillo. Me disculpé por mi error —con un odio asesino por lo de señora, eso sí— y allá que me fui. La espera no fue larga, la diligencia de los empleados y los carros no demasiado atestados contribuían a ello.
Debo decir, por si la curiosidad os pica, que me resistí a comprar el producto estrella —sííííí, había— porque no lo necesitaba, y eso que había algo en el ambiente más contagioso que el virus: un 90 % de los carros con uno o dos paquetes, que te empujaba a pensar que eso era algo imprescindible y que te estabas equivocando, pero muuucho. No obstante, apretando los dientes, me contuve.
De vuelta a casa me arrepentí: cuando esto acabe, todo el mundo podrá salir a sus ventanas y terrazas y balcones y tirar los rollos de papel higiénico como los cruceristas que llegan a puerto exultantes. Y yo, tonta de mí, tendré que conformarme con seguir aplaudiendo.
El próximo día lo cojo.
Fotografías: Mercadona. 16 de marzo. 8:44, 9:40 y 9:45 de la mañana, respectivamente.
Pero así están las cosas y a eso voy.
En este punto, aviso que si esperáis épica, aventuras o un relato asombroso, dejéis de leer, porque el asunto es más bien prosaico.
El día no empezó naaaaada bien. Antes de que abrieran, este era el panorama: cola de coches con el parquin aún cerrado y cola de gente en la puerta, al otro lado.
Empecé a considerar las alternativas, ayudada por inestimables consejos vía whatsapp: que si en el Condis hay menos cola, que si en los mercados todo está más o menos normal... Cualquier idea era buena con tal de no esperar al aire libre en un día que nos ha devuelto al invierno o refregarme con posibles portadores de bichitos ocultos.
Pertrechada con el carrito y mis guantes, salí para la compra alternativa y vi, no sin asombro, que no había nadie en la puerta. Así que decidí probar suerte.
El señor Mercadona ya anunció ayer que iba a aplicar la estrategia josemotiana, a saber: las gallinas que entran por las que salen, pero se ve que el gallinero no estaba aún lleno, porque pude entrar sin problema.
Una enumeración somera de lo que había: dos mossos de escuadra, un guardia de seguridad, empleados tooodos con mascarilla y guantes, gente como en un viernes normalito, mucho silencio (pero MUCHO, y era como apocalíptico) y una grabación en bucle que sustituía al Mercadonaaa, Mercadoooonaaa y que venía a decir que los suministros estaban asegurados y concluía con un Esto pasará. Racionalicemos el miedo.
Esto último de racionalizar el miedo no lo entiendo muy bien, pero queda chulo y profundo. Yo hubiera preferido evitemos el miedo, pero no me consultaron.
También he de decir que mi teoría se confirma: los congeladores de Hospitalet y alrededores están ya todos llenos porque los lineales de la carne, embutidos y productos perecederos en general estaban muy apañados, como podéis comprobar vosotros mismos.
De la misma manera, aún quedan trasteros, habitaciones y pasillos con espacio porque los productos no perecederos —a las 9:45 de la mañana— ya escaseaban.
A saber: leche, legumbres, pasta, productos de limpieza (en especial los desinfectantes), arena de gatos (por favor, que no se entere Julieta, que ya resolveré el problema), conservas varias...
También se había acabado el plástico transparente de congelar, cosa sospechosa porque me indica que la gente tiene pensado ir a saquear los perecederos en cuanto los congeladores vayan bajando el nivel. Ya se verá.
Yo llevaba mi listita y prácticamente me lo he podido llevar todo, menos la arena, el Sanytol y los polvitos esos para hacer crêpes en casa, cosa que ha dejado desolada a mi hija.
Me dirigí hacia las cajas y, ooooh, nada de cola, así que me coloqué diligentemente —a la distancia pertinente— de un chico que estaba poniendo sus productos en la cinta.
Suspendió un momento su tarea, me miró y me dijo: Señora, la cola está allí. Y efectivameeeeente, la cola estaba allí, al otro lado del pasillo. Me disculpé por mi error —con un odio asesino por lo de señora, eso sí— y allá que me fui. La espera no fue larga, la diligencia de los empleados y los carros no demasiado atestados contribuían a ello.
Debo decir, por si la curiosidad os pica, que me resistí a comprar el producto estrella —sííííí, había— porque no lo necesitaba, y eso que había algo en el ambiente más contagioso que el virus: un 90 % de los carros con uno o dos paquetes, que te empujaba a pensar que eso era algo imprescindible y que te estabas equivocando, pero muuucho. No obstante, apretando los dientes, me contuve.
De vuelta a casa me arrepentí: cuando esto acabe, todo el mundo podrá salir a sus ventanas y terrazas y balcones y tirar los rollos de papel higiénico como los cruceristas que llegan a puerto exultantes. Y yo, tonta de mí, tendré que conformarme con seguir aplaudiendo.
El próximo día lo cojo.
Fotografías: Mercadona. 16 de marzo. 8:44, 9:40 y 9:45 de la mañana, respectivamente.
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