Me están saliendo raíces.
Tranquilidad. No es que los pies se me estén soldando al suelo de mi casa —no debemos descartarlo— y, cuando esto acabe, me tengan que hacer un alcorque y regarme con una manguera.
Es que me he echado el pelo para atrás y ahí están esas hebras blanquecinas que en los hombres son fuente de glamour y en las mujeres, de invisibilidad.
He considerado dos escenarios —este es un lenguaje muy actual que requiere de un atril y micrófonos, pero como no tengo ninguna de las dos cosas, lo he dicho delante del espejo—.
El primero es dejar que avancen sin control y, acabada la confinación, someta al juicio de propios y extraños mi nueva imagen. Quizá ha llegado el momento de ser la nueva Diane Keaton, que bien estilosa está, aunque no se coma ya un colín en Hollywood.
El segundo es teñirme en casa, que presenta varias dificultades.
La primera vez —y única hasta el momento— que me teñí en casa (lamento decir que fue sin necesidad, solo porque me apeteció un bañito de color rojizo), al acabar la operación, mi cuarto de baño no tenía nada que envidiar a cualquier escena de La matanza de Texas: había rojo en el espejo, en las toallas, en la bañera, en la tapa del váter, en el suelo... No quedaban restos biológicos, pero que allí se había descuartizado un cadáver hubiera sido la conclusión de cualquier policía.
En ese momento, y parafraseando a la mítica Escarlata O'Hara, me dije a mí misma que antes tenía que pasar hambre que volverme a teñir por mi cuenta y riesgo. Será, quizá, la hora de la reconsideración.
La segunda dificultad del segundo escenario (no perdamos el hilo) es el aprovisionamiento del producto necesario. Creo recordar, de los lejanos tiempos en los que se deambulaba tranquilamente por el Mercadona, que hay una sección dedicada al tinte casero.
Desde unas cajitas, unas pulcras señoritas —castañas, morenas, rubias, pelirrojas—, sonrientes y con pelazo, te invitan a probar la experiencia por ti misma.
El problema es que me viene a la cabeza mi peluquera, hablándome mientras me mira desde el espejo y me revuelve el pelo mostrándome sus posibilidades: Vamos a poner un cinco, porque el cuatro y medio no te daría tanta luz y luego, ya si eso, lo matizamos y quedará genial. Y en las cejas, un número menos, que luego sube mucho.
Que a ver, yo siempre la escucho con muchísima atención, y ella lo sabe, pero también escucho con muchísima atención al que me arregla la caldera y al mecánico y luego no me quedo con la copla ya que yo sé que en esos terrenos no me voy a tener que meter, ni quiero, porque adoro a los profesionales y en sus manos dejo mi vida.
Para acabar de redondear esta segunda dificultad, tenemos el tema de la incursión en el Mercadona, cosa que sigue siendo difícil. Os he puesto una foto de cómo esta el asunto. Parece que tranquilo, ¿no? Pues no, fijaos que están en cola de un metro, alejados de la puerta, y un guardia de seguridad y una patrulla de los mossos controla. Recordad lo que ya os dije de las gallinas que entran, por las que salen; el aforo debe estar a tope y, a estas alturas, los lineales saqueados. Y así seguiremos hasta que a la gente se le pase el síndrome de Diógenes alimenticio o hasta que esto se acabe, lo que sea primero.
Total, que en esta tesitura me veo y dedicaré unos días a la valoración de las medidas, mientras que la posibilidad del primer escenario va ganando la batalla a la chita callando.
Imagen: la entrada del Mercadona a las 11:13.
Tranquilidad. No es que los pies se me estén soldando al suelo de mi casa —no debemos descartarlo— y, cuando esto acabe, me tengan que hacer un alcorque y regarme con una manguera.
Es que me he echado el pelo para atrás y ahí están esas hebras blanquecinas que en los hombres son fuente de glamour y en las mujeres, de invisibilidad.
He considerado dos escenarios —este es un lenguaje muy actual que requiere de un atril y micrófonos, pero como no tengo ninguna de las dos cosas, lo he dicho delante del espejo—.
El primero es dejar que avancen sin control y, acabada la confinación, someta al juicio de propios y extraños mi nueva imagen. Quizá ha llegado el momento de ser la nueva Diane Keaton, que bien estilosa está, aunque no se coma ya un colín en Hollywood.
El segundo es teñirme en casa, que presenta varias dificultades.
La primera vez —y única hasta el momento— que me teñí en casa (lamento decir que fue sin necesidad, solo porque me apeteció un bañito de color rojizo), al acabar la operación, mi cuarto de baño no tenía nada que envidiar a cualquier escena de La matanza de Texas: había rojo en el espejo, en las toallas, en la bañera, en la tapa del váter, en el suelo... No quedaban restos biológicos, pero que allí se había descuartizado un cadáver hubiera sido la conclusión de cualquier policía.
En ese momento, y parafraseando a la mítica Escarlata O'Hara, me dije a mí misma que antes tenía que pasar hambre que volverme a teñir por mi cuenta y riesgo. Será, quizá, la hora de la reconsideración.
La segunda dificultad del segundo escenario (no perdamos el hilo) es el aprovisionamiento del producto necesario. Creo recordar, de los lejanos tiempos en los que se deambulaba tranquilamente por el Mercadona, que hay una sección dedicada al tinte casero.
Desde unas cajitas, unas pulcras señoritas —castañas, morenas, rubias, pelirrojas—, sonrientes y con pelazo, te invitan a probar la experiencia por ti misma.
El problema es que me viene a la cabeza mi peluquera, hablándome mientras me mira desde el espejo y me revuelve el pelo mostrándome sus posibilidades: Vamos a poner un cinco, porque el cuatro y medio no te daría tanta luz y luego, ya si eso, lo matizamos y quedará genial. Y en las cejas, un número menos, que luego sube mucho.
Que a ver, yo siempre la escucho con muchísima atención, y ella lo sabe, pero también escucho con muchísima atención al que me arregla la caldera y al mecánico y luego no me quedo con la copla ya que yo sé que en esos terrenos no me voy a tener que meter, ni quiero, porque adoro a los profesionales y en sus manos dejo mi vida.
Para acabar de redondear esta segunda dificultad, tenemos el tema de la incursión en el Mercadona, cosa que sigue siendo difícil. Os he puesto una foto de cómo esta el asunto. Parece que tranquilo, ¿no? Pues no, fijaos que están en cola de un metro, alejados de la puerta, y un guardia de seguridad y una patrulla de los mossos controla. Recordad lo que ya os dije de las gallinas que entran, por las que salen; el aforo debe estar a tope y, a estas alturas, los lineales saqueados. Y así seguiremos hasta que a la gente se le pase el síndrome de Diógenes alimenticio o hasta que esto se acabe, lo que sea primero.
Total, que en esta tesitura me veo y dedicaré unos días a la valoración de las medidas, mientras que la posibilidad del primer escenario va ganando la batalla a la chita callando.
Imagen: la entrada del Mercadona a las 11:13.
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