Hoy es Sant Jordi.
No habrá rosas en cada esquina.
No habrá tenderetes de libros Rambla abajo.
No veremos en nuestras calles amantes apresurados que, en la última hora, llevaban —algunos, pobrecitos, un poco avergonzados del amor pregonado— las rosas cautivas en celofanes y banderas.
No toquetearemos portadas, echaremos vistazos, compraremos a conciencia o al tuntún, o al dictado de la intuición, un libro que nos abra la puerta a otros mundos y otras vidas.

No habrá premios, ni reconocimientos, ni discursos. No nos uniremos en comunidad para celebrar la tradición y el rito; para entrar en la rueda de los días señalados que son promesa y, a la vez, certeza de felicidad.
Ni Sant Jordi, ni la princesa, ni la rosa, ni el drac, ni el olor a primavera, ni la fiesta en la calle, ni el pregón, ni los puestos de libros, ni el correfoc, ni los fuegos... Todo duerme y está en suspenso.
Ahora el triunfo es de otro: de la negación de la vida, de la negación del festejo y la alegría. De la negación del roce y los saludos.
Sobrecogidos, hoy nos damos cuenta —más cuenta que nunca— que este drama está hecho de grandes tragedias, pero también de tragedias cotidianas, pequeñas, que, aún siendo así, niegan lo que fuimos.
Recordemos otros Sant Jordis y brindemos porque el venidero nos coja en la calle.
Fotografías:
Mis rosas de Sant Jordi en el pecho. Una, mía; otra, de una amiga querida. 2016.
Las rosas del Mercè Rodoreda, listas para ser entregadas. Sant Jordi, 2015.
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