Nos encerramos aquí en un marzo invernal, donde cabían las botas, los jerséis, los cuellos vueltos, los foulards y los plumas más abrigaditos y he salido esta mañana a la terraza, en la que aún no daba el sol, y ya me sobraba todo.
No sé si habrá 20 grados o 22 o 24, pero el aire era tan tibio y dulce que, por fin, me he dado cuenta de que estábamos en el mayo florido que nos merecemos tras tanto sacrificio.
Mirad cómo está la calle: los árboles enseñoreados, con unas copas frondosas que plantan cara al asfalto, a los coches (escasos, eso sí), al cemento. Bendito sea llenarse los ojos de verde y los oídos de cantos de pajarillos en los que antes ni siquiera reparábamos.
Respirando a pleno pulmón —porque el aire también está agradecido a esta tregua impuesta— me he dedicado a curiosear y fabular sobre la vida de mi vecindario, tan absolutamente invisible para mí hasta estos días.
No es del todo cierto, a estos primeros los miro muchas veces. Con sus bicis de varios tamaños y su balcón florido, fueron incluso los protagonistas involuntarios de uno de mis poemas: Mis vecinos de enfrente sueñan jardines... Me conmueve que acumulen en ese espacio tantos sueños: las flores mimadas, las bicicletas para callejear, las sillas de reposo... Un resumen acertado de lo que se necesita para la felicidad sosegada.
No son los únicos que han decidido medirse con su verde cautivo. Asomando tímidamente, algo más a la derecha, vemos un arbusto, quizá sea un ficus, que promete subir envalentonado y, en unos años, pasar a saludar a sus vecinos de terraza —no sabemos qué pensarán ellos cuando la vista se haya convertido en selvática.
Más arriba, como desapasionadamente, como quien no quiere la cosa, conviven armoniosamente la tropical yuca y las camisetas húmedas. El antojo de una siesta caribeña al lado de lo más prosaico del día que es tender la lavadora.


Más abajo, la misma dicotomía, pero en dos casas, dos mundos, dos familias distintas: hagamos de la terraza el trastero, el cajón de sastre, la algarabía del noMarieKondo mientras nuestros vecinos de abajo se montan su chill out más exclusivo; no mires hacia arriba ni hacia abajo, vivamos nuestros mundos paralelos.
Ay, señor, ¿cómo describir a nuestros singulares vecinos que tienen en su horizonte el parking del Mercadona? Son los más mirados, los más contemplados. Hacen spinning, yoga, abdominales, adaptiv, body pump, trx, crossfit y no sé cuántas cosas más. Pero hoy, sorprendentemente, todo el protagonismo se lo lleva la ropa (deportiva, of course).
Hay también dulcecitos niños que han aguantado como jabatos (y sus papás también) y que llenaron las barandillas de mensajes y coloridos arcoiris llenos de esperanza. Imaginamos las primeras e invernales tardes dedicadas a pintar con entusiasmo los mensajes que iban a atravesar la calle y llegarnos al corazón.

Están los que hacen la vida en el exterior y por eso necesitan de todos los utensilios habidos y por haber: hamacas, tendederos, tablas de panchar, mesas, sillas, armarios, balancines, sofás, toldos, juguetes... Y aquello que no vemos, nos lo imaginamos.
Casi arriba del todo, y bajo otro fan de la ropa en la sisí, tenemos a los concienzudos que han rodeado toda la terraza —altos, bajos, frente y flancos— por una malla protectora. Lo mismo podemos imaginar que hay un bebé gateador y arrojador de objetos, que un niño zangolonito y curioso que un felino asilvestrado y conocedor de su naturaleza. Quizá esta noche, en la oscuridad, podamos salir de dudas.
Estos son mis preferidos. Les llamo los inconstantes. Fijaos en esas bicis. Apoyan, unidas, sus cabecitas asomándose a ese maravilloso mundo que creo que nunca han conocido. Sus amos las debieron comprar en un impulso súbito, llevados por una promoción dos x uno en el Decathlon más cercano y, ya en casa, no supieron qué hacer con ellas.
Y ahí están, esperando ser liberadas, planeando saltar a la baca de un coche en el momento más oportuno: cuando la maquinita del Mercadona se averíe y provoque una pequeña cola que les dé el tiempo preciso para saltar y ser, por fin, libres. ¿Que si estoy segura de que eso solo les hace merecedores del apodo de los inconstantes? No. Al principio del confinamiento sacaban dos enormes y potentes altavoces a la terraza y amenizaban el post-aplauso con una playlist de lo más heterogénea: desde Queen a Camela, desde Beyoncé a Camilo Sesto, desde rock hasta reguetón. Y un día: fin. Desapareció la música, los altavoces y los inconstantes estarán probando algo nuevo: ahora Zoom, ahora juegos de mesa, ahora qué sé yo...
Y no solo de vecinos de enfrente ha vivido mi entretenimiento matinal:
Naturaleza y deporte en mis vecinos contiguos.
Los coches a la sombra de las moreras.
Solares agrestes de los que casi no quedan.
Barrios cercanos y muy transitados en mi adolescencia.
Motos en conversación.
Los restos de temporales pasados.
Los restos de temporales pasados.
Y, por fin, lo que proyecta mi imaginación para esta tarde.
Fotografías: curioseando. Sobre el mediodía.
Ay, ¿quién hadrá dado el nombre a la sisí? Me interesa esta hamaca. Aun he de convertir mi patito (patio en diminutivo) en un rincón más cálido, pero todo se andará.
ResponderEliminarAy, ¿quién habrá dado el nombre a la sisí? Oye, me interesa esa hamaca, que aun he de darle calidez a mi patito (diminutivo de patio).
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