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Feliz día de Andalucía o Amar nuestro origen sabiendo que ningún mérito hay en ello.

 

Nuestra llegada a este mundo es, siempre, fruto del azar.
Abrimos los ojos en un tiempo y en una casa, en un pueblo o ciudad, en un país... porque millones de azares se han encadenado para que así fuera.

Mi padre y mi madre, y a su vez mis abuelos y abuelas, mis bisabuelos y tatarabuelos coincidieron en tiempo y espacio como pudieron no haberlo hecho. 
Un viaje; una guerra; una profesión u otra; una enfermedad que salva o mata; una decisión, buena o mala; unos hijos que se mueren y dejan vacíos que hay que llenar; unos viudos que recomponen sus vidas porque aún son jóvenes; cruzar a tiempo una acera o no cruzarla; mirar a alguien por la calle y cambiar de rumbo; ser violento o pacífico; valiente o cobarde; el primero o el último de la familia... 
Todas esas e infinitas variables más hacen que lo que eres rompa a llorar al salir del vientre de tu madre e inicies un camino único que nadie sabe a dónde puede llevarte.

En ese camino, te enseñan a hablar en un idioma; te incluyen en una comunidad y te empujan, con la mejor de las voluntades, a sentirte de los tuyos; aprendes a reconocer a los que están dentro y a los que están fuera; a los que debes tender la mano y a aquellos de los que sospechar por principio.
Puede que vayas a los toros, o hagas castillos humanos escalando por la espalda de otros; puede que te eches 90 kilos a la espalda para pasear una imagen o cortes un pino para meterlo en la iglesia en Navidad; puede que reces arrodillado hacia la Meca o te hagas un tatuaje con la esvástica; puede que nunca te subas en metro o puede que nunca te subas en avión; puede que asciendas o desciendas desde el punto de partida; puede que adores tus orígenes hasta el último aliento o niegues —tres veces, tres— de dónde vienes y quién eras; puede que te cambies el nombre y borres rastros que te avergüencen; puede que te vistas cada año con el traje regional...
Puede que enarboles banderas, que las cuelgues en balcones, que las lleves en la solapa. Puede que prefieras diluirte en ser, ambiguamente, ciudadano del mundo, por lo que pudiera pasar.

Todo eso, y mucho más, depende del momento y lugar en el que llegaste al mundo. Y del momento y lugar en el que llegaron los que te precedieron.
No depende de ti: no son tus elecciones, no es tu libertad; ni perteneces al pueblo elegido, ni al más justo, ni al más necesario para que la Tierra siga girando. Ni tus paisanos son todos nobles, grandes, firmes, buena gente. Ni lo contrario.
Cualquier acto que hagas en nombre de esa tierra y esa bandera —que crees que están hechas de la masa de tu sangre— procura que sea inocuo para otras tierras y otras banderas porque, aunque te revuelvas como si se te hubiera mentado la madre, has de saber y aceptar que tenías las mismas posibilidades de haber pertenecido a ellas que a las que perteneces. Las temas o las odies.

Dicho esto, y sabiéndonos fruto absoluto del azar y pasajeros fugaces en este planeta, amemos a la tierra que nos enseñaron a amar, perdonándole sus agravios y sus errores, y seamos generosos con aquellas de las que pudimos formar parte y que son tan inocentes, o culpables, como la nuestra.

Y, como colofón, una frase de un amigo sabio: las banderitas, para hacer ruillas para la cocina.

Imagen: Mi pulsera con las coordenadas de una tierra querida: mi azar particular.

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