Pero, como no había cocinera en casa, ni Glovos, ni se estilaba comer fuera, ese ejercicio obligatorio lo hacía cada día, con más o menos resignación.
Aún así, con esa combinación de una madre a quien no le gustaba cocinar y una hija a quien no le gustaba comer, tengo en mi memoria sabores irrecuperables que salían de sus manos y que, a veces, en días especialmente oscuros, daría lo que fuera por llevarme a la boca. Que si gazpachuelo, que si albóndigas de pescado, que si tortas de caña, que si salsa de almendras... Nunca le pedí las recetas, un poco porque yo huía de la cocina como de la peste y un poco porque vivimos como si la gente querida no nos fuera a faltar nunca y dejamos que a un día suceda otro sin pensar que hay un último.
Toda esta previa viene a que hoy he leído que es el Día Internacional de la Croqueta y, en vez de recordar croquetas jugosas, croquetas exóticas, croquetas elaboradas con lo mejor de lo mejor, croquetas que alguna vez he comido en otras casas y otros restaurantes, me han venido a la memoria (ay, y al corazón) las croquetas de mi madre. Las hacía con la carne del puchero y nunca, nunca jamás le puso bechamel ni nada que las suavizara. Eran croquetas secas, como enfadadas con el mundo; crujientes pero marcando la distancia con el comensal, como diciéndole "no te vayas a encariñar conmigo"; croquetas de tiempos duros, de pocas florituras culinarias; croquetas que aprendió de su madre y que llevaban escritos el aprovechamiento y la austeridad en los ingredientes.
Una ventanita en el tiempo pediría yo para darle un mordisquito rápido a una de esas croquetas. Y un beso a mi madre, de paso.
Imagen: mi madre y yo, hace una eternidad.
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