Esa criatura que, en pose de pequeño Buda, espera paciente para soplar la vela de su primer año de vida soy yo. Llegué a una familia que me esperaba con una ilusión desbordante y de la que me convertí en centro y razón. El destino me llevó lejos de donde vi la luz. Conocí otras gentes y otras maneras de vivir. Crecí, soñé, tuve alegrías y desengaños y hoy, tanto tiempo después, amanezco con un año más en mi cuenta. Todos los que me recibieron en sus vidas y me quisieron incondicionalmente no están para felicitarme. Los añoro más que nunca cuando el camino ha empezado a descender hacia el final a una velocidad cada vez más acelerada. Sueño a veces con ellos y, entre sueños, creo notar sus manos en las mías. Con ello me conformo. Pero no me he quedado sin felicitaciones: la familia que he formado, los amigos que he escogido, las buenas gentes que he tratado están tocando a mi puerta para que un cumpleaños siempre sea un motivo de alegría y el día dé una cosecha generosa de buenos deseos ...
Dice el Eclesiastés que todo tiene su momento oportuno, que hay tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo. Y eso mismo nos enseña la vida. Que hay un tiempo para empezar y un tiempo para acabar. Un tiempo para ser feliz y un tiempo para llorar. Un tiempo para vivir y un tiempo para recordar. Hoy, once de abril, hace seis años que mi padre murió y anteayer vendí su querida cochera. Tras esa puerta, en ese patio, en esos corralitos, en esa chimenea pasó, junto a mi madre y toda la familia, momentos inolvidables. Era su orgullo y su alegría; la ilusión de levantarse por la mañana. Tuvo una burra -Guillerma-, gallinas, conejos, cerdos, gatos; hizo la matanza; sembró, recogió; se bañó en su alberca; guardó su quad; mimó su parra; tomó el sol en la puerta en los inviernos crudos y la sombra en el verano ardiente; conversó al calor de la candela; vio pasar los años y despidió a todos los suyos; caminó hacia el cementerio para hablar con mi madre; reunió a sus nietos, que jugaban en e...