Sus penas son las nuestras y sus alegrías, también. Desde el primer día en el que sabemos que están en camino hasta el último de nuestras vidas. Queremos que crezcan y que vuelen y queremos que sean siempre nuestros niños; queremos que se acuerden de nosotros y queremos que no miren atrás; queremos que tengan en su memoria los buenos momentos y queremos que olviden cuando no supimos estar a la altura. Queremos que crean que fuimos los mejores que les pudieron tocar, que perdonen nuestros errores y nuestras flaquezas. Queremos que el recuerdo de su infancia ilumine siempre el camino que tienen delante. No es el día de los hijos, ni de los padres, ni de la familia. Es un día cualquiera en el que poner por escrito que son la luz de nuestros ojos y el motivo de levantarnos cada mañana. Fotografía: mis niños.
Y te haces los kilómetros sabiendo que vuelves sin volver. Porque no se puede volver al abrazo de una abuela, a un cine de verano, a los bancos del paseo donde se cruzan las primeras miradas de deseo, a bañarte en una alberca, a oír los campanillos de los mulos. No se puede volver a las calles empedradas, a las noches en el zaguán, a que manos queridas te monden las pipas, a retreparte en una silla de enea, a la feria con amigas, a la tienda de Silvestre. No se puede volver a llenar un cántaro, a guardar sitio en las pilas, a sentarse en un tranquillo a ver pasar la vida, a que te pregunten de quién eres. No se puede volver a esperar la alsina de Málaga, a ver los carteles del cine de Pavón, a comprar magnesia en un cartuchito, a subir a la carretera a ver cómo anochece. No se puede volver a la Galaxy, a comer pimientos en los Vaqueros, a encargar un jersey en las Arjonas, a aguantar las miradas subiendo frente al Estrecho. No se puede volver a escuchar los chascarrillos de tu abuelo, ...