Mi madre siempre iba a la moda. No le temía a ponerse lo último de lo último. Tenía mi madre una sonrisa espléndida, de la que estaba muy orgullosa. Fue rubia platino muchos años de su vida. En el pueblo y en el barrio la recuerdan aún algunos como "la rubia". Con doce años, viendo a mi padre subirse al camión de los quintos, supo que se iba a casar con él. Mi madre me contaba los imposibles dolores de cabeza que le daba el colgar el tabaco que mi abuelo cosechaba. Era optimista por fuera y pesimista por dentro. Se la llevó la tristeza que le crecía en el pecho, sin que pudiéramos ayudarla. No le gustó irse del pueblo y no le gustó volver al pueblo. A mi madre le gustaba hacer favores a familia y amigos. Mucha gente le pedía consejo. Hubo hermanos que la quisieron y alguna que no. Su infancia tuvo días luminosos en la huerta de la Camorra. Mi madre se hacía el rabillo del ojo, se ponía pinzas por la noche y me decía "Ana Mari, píntate un poquito". Adoraba a su madre...
En esta tesitura del fin de año, todos nos tomamos un tiempo para pedir deseos -para nosotros y para aquellos a quienes queremos- y las listas, sorprendentemente, son coincidentes y contienen tres o cuatro cosas en las que nos ponemos de acuerdo, como por arte de magia, después de todo un año de desencuentros públicos o privados. Mis deseos para el dos mil veinticinco son sencillos y se resumen en tener, ni más ni menos, lo que tenía en esa fotografía tomada una soleada mañana en la galería de mi casa de Miguel Romeu. Y que era, a saber: La salud despreocupada de quien tiene un cuerpo que funciona cada día sin mandar señales. La alegría genuina y el entusiasmo ante lo venidero sin el velo sucio que le ponen las consideraciones negativas. La pasión frente a lo que se hace en cada instante, sin rumiar sobre el momento que pasó o sobre el venidero. La certeza de ser querida porque sí, sin condiciones, porque a eso se viene al mundo. La conformidad con los días y sus afanes y la capacidad ...