La Papiola, sábado, mercadillo de ¿¿¿antigüedades???
Nos damos un paseo entre los puestos. Unos son mesas bien colocaditas. Otros, sábanas extendidas en el suelo. Paseamos relajados -el fin de semana casi entero por delante, el sol cálido después de las tormentas, gente querida- y vamos señalando aquellos objetos que nos llaman la atención.
Hay muñecas a las que a duras penas les quedan cuatro pelos, radiocassettes, enciclopedias de los años 70, baldosas desparejadas, ropa usada, tornillos, volantes, cuadros de estaño repujado, Cristos sangrantes, calculadoras que convierten a euros, bocinas de automóviles, calabazas Ruperta, tazas sin plato y platos sin taza, postales amarillentas, discos de vinilo, teléfonos móviles de un quilo de peso, recuerdos de pueblos y ciudades en forma de farolillos, jarritos, dedales, llaveros...
Hay montones de cosas a 0,50. Otras, a euro. Las que podrían -con generosidad- restaurarse y colocarse en algún rincón discreto personalizan su precio: 5, 10, 20 euros...
Mientras contemplo una manta en la que se mezclan cassettes de El Fary, platos recuerdo de Talavera y juguetes roñosos no puedo evitar oír la conversación entre la vendedora y alguien a quien conoce: "Es que, mira, se guardan muchas cosas y ya me cansé y dije, me quedo con lo que me interesa y vendo lo otro." Y entonces le eché una mirada a "lo otro".
Por la tarde he repasado las fotos hechas con el móvil y la primera reacción ha sido reírme. ¡Qué gracia!
El catalanatet con su barretina y su traje de fieltro polvoriento. Las monedas de 2 reales. Un hacha oxidada. Una cesta de picnic que ya está para pocas excursiones. Una mano de almirez. Un tacatá al que le falta una rueda. Auriculares de Renfe. Muñecas de miga de pan.
Y después de las risas me he puesto melancólica.
Porque aquellos objetos pedían a gritos una segunda oportunidad.
Habían pasado sus años gloriosos. Quizá fueron comprados después de tiempo de ahorro y llegaron a las casas envueltos en la ilusión de lo nuevo y de lo deseado. Quizá fueron desgraciados desde el primer momento y quien los recibió lo hizo con el sentimiento de horror que despierta aquello que jamás compraríamos porque está en las antípodas de nuestros gustos y nuestros anhelos.
Quizá sufrieron cambios y mudanzas. Quizá durmieron el sueño de los justos en un trastero, en un baúl, en la habitación vacía de alguien que partió para no volver. Puede que se hayan rescatado después del naufragio de una vida: el abuelo que murió y hay que vaciar la casa, la separación después de años de monotonía...
Y están allí y, con suerte, alguien descubrirá que aquello era lo que le faltaba, que hay un rincón estupendo donde lucirlo, que con una manita de pintura quedará genial, que es el que le faltaba para la colección...
Objetos que merecen vivir una segunda oportunidad, recuperar el brillo perdido, ser útiles o queridos nuevamente para alguien. O, quién sabe, quizá la primera oportunidad. Pasar de ser estorbo a ser necesario; de ser "pongo" a ser "luzco". Brillar y figurar. Ser útil y ser bello.
Y, en cambio, tantas vidas pasan sin tener primeras ni segundas oportunidades. Niños que vienen al mundo para ser maltratados; mujeres que escogen, una y otra vez, sus parejas entre los depredadores del mundo; jóvenes que se hunden en infiernos personales de los que no saben salir; ancianos que perdieron por el camino el cariño y los amigos...
Tanta gente que querría exponerse en La Papiola. Un sábado cualquiera. Ofrecer lo que son. Recuperar lo que fueron. Que alguien los mire como fueron mirados. Que alguien los mire como no los miraron nunca.
Un mercadillo de afectos, de amores, de apoyos.
Un mercadillo para paliar la injusta vida por la que se haya transitado.
Imagen: fotografías personales. 5 de octubre de 2013.
El encanto de los encantes.
ResponderEliminarTrozos de vidas con y sin encanto.
Encantes relegados.
Vidas desencantadas: para ellas no hay mercadillo.
Debería haberlo.
ResponderEliminarUn beso.