Por recomendación de un amigo, leo este fin de semana Stoner, del norteamericano John Williams.
En demérito mío he de decir que jamás había leído nada de él y ni tan siquiera lo conocía como escritor. Falleció en 1994, con poco más de 70 años, dejando inacabada su quinta novela.
¿Qué cuenta este libro? La vida cotidiana; la simple, sencilla vida de un profesor universitario al que le ocurren cosas sencillas y simples que forman el meollo de la existencia. Pasa la vida podría haberse titulado y no habría mentido.
Y sin embargo estamos ante una obra maestra. Porque el lenguaje es preciso; la narración, magistral; el tono, justo... Todo se une para que leamos de un tirón una novela cuya única -y no poca- aventura es lo que nos consume de la vida a la tumba; lo que tenemos en común los seres humanos: amores, decepciones, ambiciones, renuncias, mezquindades, destellos de genio e ingenio, cobardías, grandezas, certezas, dudas...
Sabemos el final desde el principio porque así el autor nos prepara para lo que tenemos entre manos. No hay misterio que descubrir ni sorpresa nacida de un giro genial. Hay, de la primera página a la última, frases encadenadas que crean -pincelada a pincelada- una obra maestra.
Debe recordar lo que es, lo que ha elegido ser y el significado de lo que hace. Hay guerras, victorias y derrotas de la raza humana que no son militares. Recuerde eso mientras decide qué hacer.
En su año cuarenta y tres de vida, William Stoner aprendió lo que otros, mucho más jóvenes, habían aprendido antes que él: que la persona que uno ama al principio no es la persona que uno ama al final, y que el amor no es un fin sino un proceso a través del cual una persona intenta conocer a otra.
El amor, intenso y fijo, siempre había estado ahí. (...) Lo había ido dando, de manera extraña, en cada momento de su vida y quizás lo había dado más cuando no era consciente de estar dándolo.
Había opulencia y lustre en las hojas del gran olmo del patio trasero y la sombra que proyectaba tenía una frescura profunda que ya conocía. Una densidad flotaba en el aire, una pesadez que reunía los dulces olores de la hierba, los pétalos y las flores, mezclándolos y manteniéndolos suspendidos. Dio otra bocanada, profunda, escuchó la aspereza de su respiración y sintió la dulzura del verano acumularse en sus pulmones.
Que el alma se te quede dolorida es ya tema de otra entrada.
En demérito mío he de decir que jamás había leído nada de él y ni tan siquiera lo conocía como escritor. Falleció en 1994, con poco más de 70 años, dejando inacabada su quinta novela.
¿Qué cuenta este libro? La vida cotidiana; la simple, sencilla vida de un profesor universitario al que le ocurren cosas sencillas y simples que forman el meollo de la existencia. Pasa la vida podría haberse titulado y no habría mentido.
Y sin embargo estamos ante una obra maestra. Porque el lenguaje es preciso; la narración, magistral; el tono, justo... Todo se une para que leamos de un tirón una novela cuya única -y no poca- aventura es lo que nos consume de la vida a la tumba; lo que tenemos en común los seres humanos: amores, decepciones, ambiciones, renuncias, mezquindades, destellos de genio e ingenio, cobardías, grandezas, certezas, dudas...
Sabemos el final desde el principio porque así el autor nos prepara para lo que tenemos entre manos. No hay misterio que descubrir ni sorpresa nacida de un giro genial. Hay, de la primera página a la última, frases encadenadas que crean -pincelada a pincelada- una obra maestra.
Debe recordar lo que es, lo que ha elegido ser y el significado de lo que hace. Hay guerras, victorias y derrotas de la raza humana que no son militares. Recuerde eso mientras decide qué hacer.
En su año cuarenta y tres de vida, William Stoner aprendió lo que otros, mucho más jóvenes, habían aprendido antes que él: que la persona que uno ama al principio no es la persona que uno ama al final, y que el amor no es un fin sino un proceso a través del cual una persona intenta conocer a otra.
El amor, intenso y fijo, siempre había estado ahí. (...) Lo había ido dando, de manera extraña, en cada momento de su vida y quizás lo había dado más cuando no era consciente de estar dándolo.
Había opulencia y lustre en las hojas del gran olmo del patio trasero y la sombra que proyectaba tenía una frescura profunda que ya conocía. Una densidad flotaba en el aire, una pesadez que reunía los dulces olores de la hierba, los pétalos y las flores, mezclándolos y manteniéndolos suspendidos. Dio otra bocanada, profunda, escuchó la aspereza de su respiración y sintió la dulzura del verano acumularse en sus pulmones.
Que el alma se te quede dolorida es ya tema de otra entrada.
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